Cuando el 15 de septiembre de 2008 el banco Lehman Brothers se declaró en bancarrota, desencadenando la peor crisis financiera y económica que ha conocido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial, muchas cosas se derrumbaron. La historia que había escrito para sí mismo Nicolas Sarkozy también. Elegido en 2007 con un masivo y esperanzado apoyo popular –casi 19 millones de votos–, el presidente francés se pretendía el hombre de la ruptura, el líder que iba a poner a la esclerotizada Francia rumbo al siglo XXI. La crisis truncó sus planes. Cinco años después, la ruptura es un sólo vago recuerdo, la evocación de una ocasión perdida.
“Para Nicolas Sarkozy no habrá ningún encuentro con la Historia. No dejará ninguna reforma fundamental, ninguna gran construcción. Nada. No más que la huella del viento”. Son palabras duras, pronunciadas por el economista Jacques Attali –antiguo consejero de François Mitterrand en el Elíseo–, tanto más severas cuanto que vienen del hombre a quien Sarkozy puso al frente de la comisión de expertos para el crecimiento económico, cuyas más 300 propuestas sólo fueron parcialmente seguidas.
Sarkozy, cierto, no ha producido el gran salto prometido. La sociedad francesa sigue fundamentamente igual. Pero con más o menos acierto, de forma inconstante y a veces incoherente, Sarkozy ha sido un presidente reformador. Nunca antes se habían abordado en Francia tantas reformas y a un ritmo tan sostenido.
En su activo, los analistas destacan la autonomía de las universidades, los incentivos a la investigación, los servicios mínimos en el transporte, la creación de la Renta de Solidaridad Activa o la inevitable –aunque incompleta– reforma de las pensiones, aprobada pese a una fuerte contestación social.
La reforma del sobredimensionado Estado francés, en cambio, se ha quedado corta, a pesar de que la política de no reemplazar a uno de cada dos funcionarios que se jubilan, lo que habrá llevado a suprimir 150.000 empleos públicos –sobre todo en la Educación– y a cerrar juzgados y hospitales.
Entre sus fracasos más punzantes está el paquete de medidas económicas y fiscales lanzadas inmediatamente después de su elección, en el verano de 2007, conocidas bajo el nombre de Ley TEPA, que debían generar un “choque de confianza” y con el tiempo se han revelado costosas e ineficaces. Entre ellas, la exoneración fiscal de las horas extras, un mecanismo ideado para desactivar en la práctica la semana laboral de 35 horas, que pese a tanto criticarla nunca se ha atrevido a abrogar. El símbolo de este fiasco es el llamado “escudo fiscal”, que limitaba al 50% de la renta lo que un francés debía pagar al Estado por todos sus impuestos. Sarkozy hizo de él una cuestión de principio, negándose en redondo a rectificar aun cuando la evidencia de que sólo beneficiaba a los millonarios se volvió en su contra... Para para acabar suprimiéndolo en 2011.
Pocas cosas le han hecho más daño. El presidente francés, el más detestado de la historia de la V República, todavía paga los graves errores del inicio de su mandato, cuando festejó su victoria con varios grandes empresarios en Fouquet’s y se fue a navegar en el yate de Vincent Bolloré. Sólo faltó el “escudo fiscal” para que se consolidara la imagen de “presidente de los ricos”. Y el fallido intento de promover a un cargo a su hijo Jean, para arrojar sobre él la sombra del nepotismo.
Autopresentado como “el presidente del poder adquisitivo”, Sarkozy empezó a pagar muy pronto el olvido de sus promesas con una caída vertiginosa de su popularidad: “¿Qué quieren que haga si las cajas están vacías?”, respondió en enero de 2008, antes del estallido de la crisis. También había prometido reducir el desempleo –“Si el paro no baja a 5%, habré fracasado”, había dicho–, que ha acabado cerca del 10%.
Naturalmente, él no es el principal responsable de la crisis. Su gestión puede incluso haber sido positiva. Sarkozy ha demostrado no sólo su gran capacidad de liderazgo –su actuación al frente de la Unión Europea en plena tormenta financiera fue mundialmente aplaudida–, sino también su pragmatismo. Subiendo los impuestos y haciendo los recortes mínimos –lo contrario de lo que él mismo ha recetado al resto de Europa de la mano de la canciller alemana, Angela Merkel–, el presidente francés ha eludido la catástrofe.
Aunque crítico con un balance que califica de “mediocre” –Sarkozy “no ha resuelto los grandes problemas”, dice–, el politólogo Gérard Grunberg admite en cambio que “ha evitado lo peor”. No parece, sin embargo, que los franceses se lo reconozcan bastante.
Sarkozy no gusta. No gusta su personalidad excesiva, que le ha acabado hurtando la simpatía de muchos ciudadanos, incluso entre quienes le votan. Su manera personalista y omnipresente de ejercer el poder satura. Su forma de desacralizar –de rebajar, de algún modo– la presidencia de la República, enoja. La exhibición impúdica de su vida privada –su divorcio de Cécilia, su romance y boda con Carla Bruni–, molesta. Sus actitudes chulescas –“Ahora, cuando hay una huelga ¡nadie se entera!”– o barriobajeras – “¨¡Lárgate, pobre gilipollas!”– irritan. “Jactancia y trivialidad habrán devaluado, más que humanizado como el creyó, su función”, ha subrayado al respecto Claude Imbert, editorialista de Le Point.
La noche del 6 de mayo de 2007, ante la enfervorizada multitud que se agolpaba en la plaza de la Concordia de París para festejar su triunfo, Sarkozy hizo una promesa: “¡No os decepcionaré!”. Pero es lo que ha hecho.
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