Si François Hollande gana las elecciones presidenciales y se instala en el Elíseo, nadie podrá decir que sea fruto del azar. Aunque el azar habrá tenido un papel esencial, al dejar fuera de combate al único aspirante que podía cerrarle el paso: el ex director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Dominique Strauss-Kahn, que se suicidió políticamente el 14 de mayo de 2011 al dejarse llevar por enésima vez por sus irrefrenables impulsos sexuales y arruinar su carrera política. Sin este inesperado accidente, el actual candidato socialista al Elíseo quizá nunca hubiera llegado a ser ni siquiera elegido en las primarias de su partido. Pero cuando DSK tropezó y cayó, Hollande estaba allí. Estaba allí desde mucho tiempo atrás, preparando el camino pacientemente, sin la urgencia de su contrincante de hoy –Nicolas Sarkozy–, pero con una lúcida perseverancia. Sin forzar las cosas, evitando siempre el enfrentamiento, aguardando el momento propicio.
Longevo jefe de filas del Partido Socialista francés, que dirigió gracias al arte del equilibrio y del compromiso –de las componendas, dicen sus enemigos– durante once años (1997-2008), Hollande estaba a priori inmejorablemente situado para intentar la aventura del Elíseo en 2007. No lo hizo. Sarkozy lo hubiera forzado. Él no. Debilitado en el plano interno por el trauma del referéndum europeo del 2005, confrontado a la inopinada candidatura de su entonces compañera sentimental y madre de sus cuatro hijos, Ségolène Royal, François Hollande dio un paso atrás y prefirió esperar otro momento.
Nacido hace 57 años en Rouen (Normandía) en el seno de una familia acomodada y conservadora de provincias, el candidato socialista al Elíseo cursó estudios en lo más granado del sistema educativo francés: Sciences Po, la Escuela Nacional de Administración (ENA), la escuela de negocios HEC... Sólo un año después de salir con el título de <CF21>enarca</CF> bajo el brazo, se aupó a la cúpula de Estado al ingresar en el gabinete de la Presidencia de la República con François Mitterrand.
Su carrera política, a la sombra del patriarca del socialismo francés primero y de Lionel Jospin después, le condujo a convertirse en un hombre de aparato. Nunca en toda su trayectoria ha asumido responsabilidades gubernamentales. Ha sido primer secretario del PS, diputado, alcalde de Tulle y presidente del Consejo General de Corrèze, su feudo político –el mismo de Jacques Chirac–, pero jamás ministro. Sarkozy lo recuerda en tono afilado siempre que tiene ocasión...
Culto, inteligente, simpático y afable, con un agudo sentido del humor, a François Hollande le falta sin embargo el carisma inherente a los grandes líderes. Hombre partidario del diálogo y la concertación, se le ha acusado habitualmente de falta de firmeza y de solidez. Sus compañeros del PS, de donde surgió el apodo de Flanby –marca de un flan–, son quienes más sangrientamennte le han atacado.
Hace cinco años, Hollande dio un giro radical a su vida. Tras las elecciones presidenciales de 2007, se separó de Ségolène Royal –después de más de veinticinco años de vida en común– para unirse a la periodista Valérie Trierweiler. Y en noviembre de 2008 abandonó la primera secretaría del PS, que más que una plataforma se había convertido en un lastre. Hollande empezó desde aquel momento a preparar su candidatura presidencial. Con perseverancia y determinación, se dedicó a patearse toda Francia, visitando las agrupaciones socialistas en busca de complicidades y apoyos. Sus primeros pasos fueron observados con sorna o conmiseración. Hasta que DSK se suicidó.
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