España ha sido durante mucho tiempo un caso aparte, fruto también de su atormentada historia. Si el nacionalismo español de extrema derecha, convertido en ideología oficial por el franquismo, ha causado idéntica aversión que los otros nacionalismos europeos, no ha pasado lo mismo con los nacionalismos periféricos. Perseguidos por la dictadura, comprometidos en la lucha por la restauración de la democracia, los nacionalismos catalán, vasco y otros, gozaron durante mucho tiempo de una imagen positiva, antes de que el regreso de la derecha al poder en España marcara en cierto modo el fin de la tregua política de la transición. Si la imagen de los nacionalismos regionales se ha degradado en el resto de España, fruto de las tensiones centrípetas y centrífugas que agitan la política española, no ha sucedido lo mismo de puertas adentro, donde el enfrentamiento con Madrid ha reforzado sus bases políticas. No hay más que ver sus resultados electorales en Catalunya y en el País Vasco para comprobar su implantación.

El caso del nacionalismo catalán, tan alejado de las arcaicas raíces ideológicas del nacionalismo vasco, presenta una notable particularidad. Heredero del catalanismo ilustrado de finales del siglo XIX, a su impecable trayectoria democrática unió durante décadas un sutil cóctel ideológico integrado por las reivindicaciones nacionales, una visión regeneracionista de España y un europeísmo militante. Ahora este precario y frágil equilibrio, resquebrajado por la deriva soberanista de los últimos años, está a punto de saltar por los aires.

El acuerdo arrancado con dolor la madrugada del 9 de diciembre en Bruselas por Alemania y Francia al resto de sus socios comunitarios -salvo el Reino Unido- para establecer una auténtica integración fiscal y económica en la UE tendrá enormes consecuencias para todos. También para la estática política catalana, donde el paréntesis del tripartito no representó en realidad ningún cambio de fondo: no hizo sino consolidar, con otro acento, el discurso nacionalista de los últimos treinta años.

Nicolas Sarkozy, obligado a seducir a la Francia del “no”, que en 2005 tumbó el proyecto de Constitución europea, hizo un ocurrente juego de palabras –“La auténtica soberanía es la que se comparte”- para intentar enmascarar el profundo alcance del acuerdo: la nueva Europa se construirá sobre una pérdida sustantiva de las soberanías nacionales de los Estados, que perderán incluso la potestad de aplicar una política presupuestaria y fiscal autónoma. Los británicos no se engañaron y no firmaron.

El radical salto adelante que Europa se dispone a dar en el camino de la unión y la integración, empujada por la grave crisis del euro, se produce en el mismo momento histórico en que el nacionalismo catalán ha iniciado el camino contrario: el del soberanismo y –a medias palabras- el independentismo. Flagrante contradicción que abocará inevitablemente a los nacionalistas catalanes a elegir entre su fe europeísta y su sueño nacional. La soberanía se ha acabado en Europa, como la independencia.

El teatralizado seísmo que provocó en Catalunya la decisión pactada por PSOE y PP de introducir la llamada “regla de oro” contra el déficit público en la Constitución muestra hasta qué punto los nacionalistas se sitúan aún fuera de esta nueva realidad. Siguiendo el ajado guión habitual, voces altisonantes se alzaron para denunciar el atentado intolerable contra el autogobierno catalán perpetrado por los dos grandes partidos españoles y se dio incluso por muerto el espíritu de la transición. La tormenta catalana hubiera provocado sonrisas de conmiseración en el Elíseo y en la cancillería de Berlín si por azar la noticia hubiera sobrepasado los Pirineos. Madrid, ese receptáculo de todos los males, ese blanco perfecto del descontento, sólo estaba cumpliendo órdenes del llamado Directorio Europeo.

Los esquemas de la transición están volando en pedazos. Los viejos clichés han caducado. No es el “encaje” de Catalunya en España, sino el de ambas en Europa, lo que está sobre la mesa. El poder ya no está en Madrid, sino en algún lugar a medio camino entre Berlín, París y Bruselas. ¿Puede estarlo jamás en Barcelona? Los nacionalistas catalanes pueden pretender ignorarlo todavía durante un tiempo, pero no podrán mantener la ficción eternamente. El artificio ya es insostenible. La verdadera soberanía de Catalunya, la auténtica independencia, es imposible. O bien sólo podrá ejercerse algún día –si ese día llega- fuera de Europa.

El mito de una Catalunya independiente dentro de Europa, que tan bien vende en el mercado de las ideas “todo a cien”, oculta a conciencia el hecho de que una declaración de independencia comportaría, de entrada, la baja automática de Catalunya de la Unión Europea, a la que en todo caso sólo podría aspirar a reintegrar después de un largo proceso de negociación (al último aspirante, Croacia, le habrá costado ocho años). Y que, una vez de nuevo dentro, acabaría engrosando el pelotón de pequeños Estados a quienes los grandes sirven el menú ya cocinado.

Con una influencia política minúscula, sin capacidad de veto –los tiempos de la unanimidad se han acabado-, con los presupuestos de la Generalitat vigilados por Bruselas bajo amenaza de sanciones, con la política fiscal dictada por la ortodoxa Alemania, desembarazada de la tutela del Tribunal Constitucional español para pasar a depender del de Karlsruhe, privada de ayudas comunitarias a causa de una renta por encima de la media y convertida en contribuyente neto de la Unión –el déficit fiscal no dejaría de existir, sólo cambiaría de culpable-, Catalunya estaría muy lejos de ejercer ese fantasmagórico “derecho a decidir” con el que los nacionalistas tientan hoy a la ciudadanía.

El acuerdo europeo del 9 de diciembre ha marcado el final de la ambigüedad. La ambivalencia está condenada. O los nacionalistas catalanes apuestan por una Europa federal o apuestan por la independencia. Pero no podrán hacerlo por ambas. El camino de en medio ya no existe. Si persisten en la vía soberanista adoptada en los últimos años, ello les conducirá inevitablemente a traicionar sus postulados europeístas fundacionales y a abrazar indefectiblemente, en defensa de la soberanía nacional, los mismos postulados euroescépticos, o incluso antieuropeos, que abanderan en nombre de los mismos principios los grupos nacionalistas de otros países. No se trata de compañías muy recomendables: en Francia, el principal exponente es el Frente Nacional de Marine Le Pen.

Tanto si el nacionalismo catalán opta por un camino como por el otro, ello no se hará sin dolor, sin desgarro, sin fractura incluso. Como decía el cardenal de Retz, que en el siglo XVII se enfrentó –y perdió- ante el cardenal Mazarin, el todopoderoso ministro de Luis XIII y Luis XIV: “Uno no sale de la ambigüedad más que en propio detrimento”. Pero a veces es inevitable.