“Vida en Berlín. Tengo mucho frío, estoy muy sola. La tristeza me embarga. Él me deja”. Escuetas, desnudas palabras para describir el dolor del distanciamiento y la ruptura. Como un epitafio. La autora, una joven alemana enamorada de un francés, las escribió para acompañar –y dar significado- a un objeto en apariencia anodino: un pequeño cenicero de cristal que su amante le regaló en prueba de su amor. Era, le dijo, un preciado recuerdo que había pertenecido a su abuela. ¿Lo era realmente? Lo fuera o no, hoy sólo es el testigo mudo de un fracaso, la huella material de una ausencia. Como lo son las varias decenas de pintorescos objetos expuestos estos días en el “Musée des Coeurs Brisés” (Museo de los Corazones Rotos), una exposición abierta temporalmente en el centro cultural y artístico Le 104, de París, un oasis de creación nacido hace cuatro años en un edificio del siglo XIX que había albergado el servicio de pompas fúnebres.
Cerca del cenicero hay un llavero de plata en forma de medio corazón. La otra mitad desapareció con su propietario, dejándolo incompleto, amputado, para siempre: “Al principio era complicado, durante también, a pesar del amor. La ruptura, inesperada. Íbamos a vivir juntos”. Un poco más allá, la felicidad de una pareja franco-española se exhibe impúdicamente, momificada, en un collage cuidadosamente realizado cuando el amor llenaba de colores sus vidas. Un día, el chico regresó a Granada para no volver, dejando el mural como el eco de un amor desvanecido: “Las tapas son buenas y picantes, pero un día devienen difíciles de digerir”. Los visitantes se asoman hoy a los rostros de aquella felicidad extraña y ajena, ya definitivamente desaparecida, con una mezcla de curiosidad, compasión y un punto de vergüenza.
Una tajada de sandía de madera, un juego de salero y pimentero, un osito de peluche, el mantel de papel de un restaurante donde el amante había dibujado unas rosas (“El regalo más romántico que nunca he recibido”), un anillo, una camisa blanca y avejentada de hombre de la talla 49, un álbum de boda, una cafetera, un solitario calcetín de lana militar (“Y luego, un día lo dejamos. Yo creo que él ya no recuerda mi nombre y yo me siento todavía una futura esposa”), unos guantes, un vestido, la matrícula de un coche enviado al desguace, un test de heroína, un recipiente con las lágrimas vertidas, una guitarra, un vibrador, un mono de pintor, las obras de Proust, una Visa Oro caducada, un cepillo de dientes, un spray nasal, una llave… El apego a ciertos recuerdos puede parecer sorprendente o inverosímil a las miradas ajenas. Pero si la belleza está en los ojos de quien mira, el valor de los objetos se esconde en el corazón de quien los atesora.
La exposición hubiera quedado incompleta sin el mítico, pero cruelmente real, mensaje de adiós dejado en un post-it amarillo -color de la cobardía y el engaño- por un hombre casado incapaz de afrontar cara a cara a su amante para anunciarle su partida: “Lo siento, no puedo. No es nada contra ti. Sylvain”. Dos frases cortas, una firma. Y ninguna explicación. Sólo una confesión de impotencia.
Catarsis del dolor pasado y presente, la exposición ha adoptado de forma abusiva la apelación de “museo” para subrayar, probablemente, el ansia de permanencia que la pasión incuba. Pero es un museo efímero. Tan efímero como puede serlo el amor.
O no…