Cegada por el amor, o simplemente absorbida por su papel de primera dama en campaña electoral, Carla Bruni presenta de un tiempo a esta parte serios síntomas de ofuscación. El último acceso de obnubilación le sobrevino la noche del pasado martes, 6 de marzo, mientras seguía en una sala de France Télévisions la prestación de su marido en el programa “Palabras y Actos”. Hostigado Nicolas Sarkozy por una periodista por sus vinculaciones con los ricos y poderosos, la esposa del presidente francés se exclamó dolida: “¡Pero si nosotros somos gente modesta!”. Un redactor de Le Monde estaba allí para oir –y luego contar- sus palabras. ¿Espontáneas? ¿Calculadas? A la vista de la discreta indumentaria que gasta últimamente –ella, otrora tan chic-, se diría que forman parte de la misma pose. ¿No pretende acaso Sarkozy presentarse precisamente como el “candidato del pueblo”? Pero entre las palabras y la realidad media un abismo.
Carla Bruni nunca ha pertenecido a la clase de la “gente modesta”. Hija de un rico industrial y compositor de ópera turinés –Alberto Bruni-Tedeschi, ya fallecido-, la hoy primera dama de Francia pasó sus primeros años en selectos colegios de Suiza y París, donde su familia había buscado refugio huyendo de la campaña de secuestros de las Brigadas Rojas. Apenas empezados los estudios de arquitectura los abandonó para trabajar como modelo, llegando a convertirse en una de las top-models mejor pagadas del mundo. Y a los 29 años cambió las pasarelas por la música, donde ha realizado una carrera remarcable. Mal no le han ido las cosas cuando puede permitirse vivir –aunque sea de alquiler- junto a su esposo en un hôtel particulier del burgués distrito XVI de París y pasar el verano en una mansión de Cap Negre, en la Costa Azul.
Nicolas Sarkozy no viene de una familia tan acomodada como la de su mujer. Nunca tuvo acceso a los mismos lujos, ni formó parte de la crème de la crème. Pero en contra de lo que una leyenda interesada ha pretendido dar a entender, el hoy presidente nunca fue el pobre niño hijo de inmigrante acomplejado por sus compañeros ricos. Hijo de un publicista de origen húngaro y una abogada, la infancia de Sarkozy transcurrió sin grandes opulencias, pero con todavía menos necesidades, entre uno los mejores barrios de París –Monceau-, en casa de su abuelo médico, y Neuilly-sur-Seine, la ciudad con más millonarios por metro cuadrado de Francia. Alcalde de este dorado suburbio, el ambicioso Sarkozy tejió después estrechas relaciones personales con lo más granado del empresariado francés: desde Arnaud Lagardère a Martin Bouygues –que le trata de “hermano”-, pasando por el propietario del imperio LVMH, Bernard Arnault.
Con un patrimonio reconocido de 2,3 millones de euros y un sueldo neto mensual, en tanto que presidente de la República, de 18.700 euros –que son prácticamente limpios, pues sus gastos corren a cargo del Elíseo-, Sarkozy está lejos de las fortunas que manejan algunos de sus amigos. Pero es todo menos un hombre modesto. No pertenece a una gran familia, ni tampoco a las élites y castas republicanas, cierto. Pero ni su nivel de vida ni sus relaciones tienen que ver con las de la mayoría de los franceses.
Nada más natural para él, pues, que celebrar su victoria electoral del 6 de mayo del 2007 con sus acomodados y ricos amigos en un renombrado restaurante de los Campos Elíseos, el Fouquet’s, y pasar después unos días descansando en el yate del empresario Vincent Bolloré. Esa doble decisión fundacional, ese doble error que él mismo dice hoy lamentar –no tanto por el hecho en sí, sino por la imagen que proyectó a la opinión pública-, le pegó al cuerpo como una segunda piel la etiqueta de “presidente de los ricos”, consolidada por sus primeras decisiones en materia fiscal. Nunca ha conseguido desprenderse de esta imagen y no parece que, por más contorsiones que haga, vaya a poder lograrlo en unas pocas semanas. La sobreactuación puede serle incluso contraproducente. ¿Nicolas Sarkozy y Carla Bruni, gente modesta? On rêve!
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