martes, 19 de junio de 2012

El pecado original de Trierweiler

Nicolas Sarkozy nunca se arrepentirá lo suficiente de haber celebrado su victoria, la noche del 6 de mayo de 2007, en el lujoso restaurante Fouquet’s con un grupo de grandes empresarios y partir inmediatamente después en un crucero por el Mediterráneo en el yate del multimillonario Vincent Bolloré. Sarkozy no lo sabía aún en ese momento, pero con esas dos primeras decisiones arruinó definitivamente su imagen ante los franceses. El cartel de “presidente de los ricos” se le pegó como una segunda piel y, cual un obstinado chiclé en la suela del zapato, no logró despegárselo ya nunca jamás.

Los errores iniciales del ex presidente francés mostraron crudamente hasta qué punto puede resultar decisiva la primera impresión, el arranque de una presidencia. Profundamente consciente de ello, los primeros pasos de su sucesor, François Hollande, una vez en el Elíseo y aún antes, han sido meticulosamente medidos y pensados. Seriedad, prudencia, sobriedad, austeridad –una actitud adaptada a los tiempos de crisis-, son la marca del nuevo presidente francés, que ha puesto en práctica una estrategia concienzudamente planificada. Sin una sola falta. Sin un solo paso en falso…

La fuerza de lo irracional, sin embargo, puede malograr en un instante el trabajo de meses. El famoso y polémico mensaje colgado en Tweeter por su impetuosa compañera, Valérie Trierweiler, en apoyo del rival de su ex mujer, Ségolène Royal, en las recientes elecciones legislativas ha manchado un expediente hasta ese momento inmaculado.

¿Hasta el punto de arruinar la imagen del presidente? Es pronto para saberlo. Pero de entrada, el tuit de la nueva primera dama –cuya autenticidad, en contra de lo que algunos pretenden ahora, fue confirmada personalmente por ella misma y reconfirmada por su portavoz de prensa en el Elíseo- ha logrado arrastrar a Hollande a un terreno que él mismo había criticado a su antecesor: la omnipresencia pública de su pareja –Cécilia al principio, Carla después- y la confusión permanente entre vida pública y privada.

El primer gran pecado de Valérie Trierweiler como primera dama ha sido precisamente ese: destrozar en un solo día todo el trabajo de François Hollande por separarse de la imagen de su antecesor. Y aún peor: al contradecir públicamente la opinión del presidente de la República, que había apoyado oficialmente a Royal de su puño y letra, ha reforzado indirectamente el estigma que le presenta como un hombre débil y blando, incapaz de imponer su autoridad. Lo último que necesitaba Flanby era aparecer ante la opinión pública como un calzonazos. Los sangrantes chistes que los guiñoles de Canal Plus están haciendo a raíz del affaire son en este sentido devastadores…

La polémica ha abierto un interesante debate sobre el derecho de la primera dama a ejercer la libertad de expresión –como cualquier otro ciudadano- y a contradecir públicamente al presidente. Algo que no se discute tanto como su sentido de la oportunidad. A fin de cuentas, Trierweiler no es la primera first lady en ejercer la insumisión política. Ahí está el ejemplo de Danielle Mitterrand, con su apoyo a la dictadura castrista. O el más lejano de Eleanor Roosevelt, que Trierweiler puso recientemente como modelo en su primer artículo para Paris Match desde el Elíseo.

Pero no es Eleanor Roosevelt quien quiere. Y no es lo mismo criticar en aras de la defensa de los derechos humanos la grave decisión tomada por el presidente de Estados Unidos Franklin D. Roosevelt en 1942 de internar en campos de concentración a todos los ciudadanos japoneses residentes en suelo norteamericano durante la guerra, como hizo su esposa, que librarse a un triste ajuste de cuentas personal con la ex mujer de su compañero…

La estruendosa intervención de Trierweiler en plena campaña electoral en contra de Segolène Royal no tiene nada de política. Quizá no sea fruto de los celos – “Hablar de celos es idiota”, ha declarado después la autora del tuit-, pero sí es fruto de la profunda aversión personal que la primera dama siente hacia la ex mujer y madre de los cuatro hijos del presidente, de la que ha dado ya repetidas muestras. El controvertido tuit no habría sido, en realidad, más que una venganza airada tras conocer el apoyo que su compañero había dado a la candidatura de su ex en La Rochelle cara a la segunda vuelta. “Vas a ver de lo que soy capaz”, le amenazó al parecer al presidente esa misma mañana, según ha contado uno de los amigos de Trierweiler a Le Point.

Dando rienda suelta a su cólera, la primera dama francesa se ha tirado piedras encima de su propio tejado. Se ha indispuesto con su compañero y con los hijos de éste -que según fuentes próximas al presidente están absolutamente indignados-; ha dañado su propia imagen personal -ensañarse con la mujer a la que una ha robado el marido no es muy enaltecedor- y ha logrado que ahora Hollande se sienta forzado a buscarle una salida política a su ex mujer, privada de su acta de diputada y de la prometida presidencia de la Asamblea Nacional. Ségolène Royal no ha sido derrotada a causa de Trierweiler. Nadie en su sano juicio ha pretendido nunca tal cosa y menos que nadie la propia afectada. La que fuera candidata socialista al Elíseo en 2007 estaba sentenciada desde el momento en que quedó atrapada por la pinza formada por un sector del PS local y la derecha. Hollande podía haberla dejado caer, pero tras el patinazo de su compañera ya no puede.

El peor perjuicio que se ha autoinfligido Trierweiler atañe a su propia condición de primera dama, un rol constitucionalmente inexistente y de contornos inestables pero del que si algo se exige es prudencia y discreción. Trierweiler no ha hecho gala de una cosa ni de otra. Lo que ha tenido como consecuencia colateral que se cuestione abiertamente su intención de compatibilizar su nueva condición con el ejercicio de su profesión de periodista. “Yo necesito seguir ganándome la vida, tengo tres hijos a mi cargo [de su segundo matrimonio]”, ha argumentado legítimamente. ¿Por qué no debería poder seguir trabajando si la función de primera dama no está ni reconocida ni retribuida?

Si la actividad profesional de Trierweiler es percibida como un problema no es porque sí. Nadie gritó escándalo porque Carla Bruni, tras casarse con Sarkozy, siguiera cantando y editando discos. Pero Valérie Trierweiler no es cantante, sino periodista. Y la independencia del periodismo exige una sana –y no siempre respetada- distancia respecto del poder que la primera dama no está en condiciones de garantizar. Ahora bien, hay que admitir que si eso es cierto, también lo es que en esa crítica hay cierta dosis de hipocresía. Porque vamos a ver: ¿hizo acaso Trierweiler gala de mucha independencia cuando, siendo la periodista encargada de cubrir la información del Partido Socialista para Paris Match, se lió con el entonces primer secretario del partido y hoy presidente? ¿alguien la importunó por ello? ¿dejó de escribir por ese motivo? No.

Hay razones del corazón que la razón no entiende, cierto. Y sería injusto cargar contra Trierweiler por haberse enamorado de Hollande. Pero el caso de la hoy primera dama está lejos de ser una anécdota aislada. Es más bien un síntoma de la peligrosa consanguinidad que se da en Francia entre la prensa y el poder. No hay más que repasar la –impresionante- lista de mujeres periodistas que han acabado emparejadas con políticos para comprobarlo. Ahí están Anne Sinclair (con Dominique Strauss-Kahn), Christine Ockrent (con Bernard Kouchner), Isabelle Legrand-Bodin (con Alain Juppé), Béatrice Schönberg (con Jean-Louis Borloo), Audray Pulvar (con Arnaud Montebourg), Valérie de Senneville (con Michel Sapin), Nathalie Bensahel (con Vincent Peillon). Por no hablar de otras conocidas relaciones -que no fructificaron-, como las de Marie Drucker con François Baroin o Anne Fulda con Nicolas Sarkozy… Aquí hay también un pecado original. Pero en este caso se trata de un pecado colectivo.


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