A François
Fillon, que duró cinco años como primer ministro de Nicolas Sarkozy, le
llamaban sarcásticamente sus propios compañeros de filas Mr.
Nobody, hasta tal punto el jede del Gobierno francés resultaba
ninguneado y aplastado por la personalidad y la manera de ejercer el poder del
presidente de la República. A Jean-Marc Ayrault, su sucesor en Matignon, no le
ha ido muy diferente con François Hollande –el presunto “presidente normal”– en
el Elíseo, Al actual primer ministro, sus propios camaradas socialistas lo han
rebautizado cruelmente –jugando con la similitud fonética– como Jean-Marc Zéro.
Extremadamente serio y discreto, soso, muy soso, el primer
ministro francés ha encontrado en los diecinueve meses que lleva en Matignon
–el puesto sin duda más ingrato de la arquitectura institucional de la V
República– todos los obstáculos que podía hallar y él, por su parte, ha encadenado
todos los tropiezos posibles. De tal forma que su impopularidad es todavía
mayor que la del propio presidente francés.
Ayrault ha chocado, de entrada, con las mismas dificultades
que su antecesor. Nicolas Sarkozy inauguró en Francia una manera de ejercer la
presidencia a la americana que situó de facto al primer ministro como un
subalterno sin apenas capacidad de decisión y ni siquiera de iniciativa.
François Hollande llegó con la promesa de restaurar el maltrecho equilibrio
institucional, devolviendo al jefe del Gobierno su papel impulsor de la
política gubernamental. La realidad ha sido muy otra. El presidente sigue
decidiéndolo todo, interviniendo en todo y explicándolo todo, hasta el infausto
caso Leonarda...
Frente al activismo presidencial, Jean-Marc Ayrault –cuya
profesión original era profesor de alemán– ha reaccionado con germánica
impasibilidad, encajando todo lo que había que encajar y proclamando la
sintonía entre Matignon y el Elíseo allí donde todo indicaba divergencias. “Yo
gozo de la confianza del presidente de la República”, expresó por enésima vez
esta semana el primer ministro en una entrevista en el canal de televisión TF1.
Cuando hay que reiterar lo que debiera ser obvio, algo va mal.
Todo se hubiera quedado aquí y la vida del primer ministro
francés hubiera sido muchísimo más plácida. Porque lo cierto es que el
exalcalde de Nantes ha tenido tantos problemas por arriba como por abajo, y se
ha visto obligado a lidiar con la resistencia abierta de varios de sus
ministros –de Manuel Valls a Arnaud Montebourg, de Laurent Fabius a Pierre
Moscovici– que contestan a veces abiertamente su autoridad. Por no hablar de
los comentarios irritados o maliciosos que destilan algunos diputados de la
mayoría. Como el realizado días atrás por el presidente de la Asamblea
Nacional, Claude Bartolone, comentando que los parlamentarios tienen que lidiar con él...
Dado prácticamente por amortizado, candidato al cadalso en
caso de un severo revés en las elecciones municipales y europeas de la próxima
primavera, Jean-Marc Ayrault tomó semanas atrás el toro por los cuernos y dio
un paso adelante que nadie se esperaba. Sin consultar ni a Elíseo ni a Bercy,
el primer ministro anunció nada menos que la apertura de un proceso de
discusión para revisar de arriba a abajo toda la fiscalidad, una manera de
tratar de responder al gran descontento que existe en el país por el aumento de
los impuestos. La sorpresa y la estupefacción fueron mayúsculas ante tamaña
osadía, por más que el programa electoral de Hollande incluyera una vasta
reforma fiscal.
El golpe de efecto de Ayrault, sin embargo, no ha durado
mucho. El presidente tardó poco en aguar la propuesta al limitar su alcance
–nada de retocar lo ya aprobado hasta ahora– y su horizonte temporal –el final
del quinquenato en el mejor de los casos–. Sólo faltaba el ministro de
Exteriores, Laurent Fabius, aconsejándole públicamente que sólo vale la pena
abordar la reforma si es para bajar los impuestos...
La puntilla llegó esta misma semana, cuando en un desliz
–¿realmente?– los servicios de Matignon difundieron a través de la web oficial
un informe externo sobre la política de integración en el que se proponía nada
menos que abolir la ley que prohíbe el velo en las escuelas. Ya pudo decir
Ayrault que el informe no comprometía en nada al Gobierno, que la mera sospecha
incendió el debate político durante veinticuatro horas, dando alas a la derecha
y sobre todo al Frente Nacional. En las filas socialistas, la indignación se
combinaba con el desaliento más profundo.
¿Llegará Jean-Marc Ayrault hasta las elecciones municipales
de marzo y las europeas de mayo? Nadie lo duda. ¿Seguirá en su puesto después?
Nadie lo cree. Una amplia derrota de los socialistas –difícil de evitar–
obligará a Hollande a tratar de retomar la iniciativa y ofrecer un sacrificio.
La V República tiene un fusible y ése no es otro que el primer ministro. Falta
saber quién puede sucederle en Matignon. El favorito es el ministro del
Interior, Manuel Valls, el político más popular del país. Pero nada está menos
claro. Demasiado popular, quizá, demasiado ambicioso.
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