lunes, 6 de enero de 2014

El primer ministro menguante

A François Fillon, que duró cinco años como primer ministro de Nicolas Sarkozy, le llamaban sarcásticamente sus propios compañeros de filas Mr. Nobody, hasta tal punto el jede del Gobierno francés resultaba ninguneado y aplastado por la personalidad y la manera de ejercer el poder del presidente de la República. A Jean-Marc Ayrault, su sucesor en Matignon, no le ha ido muy diferente con François Hollande –el presunto “presidente normal”– en el Elíseo, Al actual primer ministro, sus propios camaradas socialistas lo han rebautizado cruelmente –jugando con la similitud fonética– como Jean-Marc Zéro.

Extremadamente serio y discreto, soso, muy soso, el primer ministro francés ha encontrado en los diecinueve meses que lleva en Matignon –el puesto sin duda más ingrato de la arquitectura institucional de la V República– todos los obstáculos que podía hallar y él, por su parte, ha encadenado todos los tropiezos posibles. De tal forma que su impopularidad es todavía mayor que la del propio presidente francés.

Ayrault ha chocado, de entrada, con las mismas dificultades que su antecesor. Nicolas Sarkozy inauguró en Francia una manera de ejercer la presidencia a la americana que situó de facto al primer ministro como un subalterno sin apenas capacidad de decisión y ni siquiera de iniciativa. François Hollande llegó con la promesa de restaurar el maltrecho equilibrio institucional, devolviendo al jefe del Gobierno su papel impulsor de la política gubernamental. La realidad ha sido muy otra. El presidente sigue decidiéndolo todo, interviniendo en todo y explicándolo todo, hasta el infausto caso Leonarda...

Frente al activismo presidencial, Jean-Marc Ayrault –cuya profesión original era profesor de alemán– ha reaccionado con germánica impasibilidad, encajando todo lo que había que encajar y proclamando la sintonía entre Matignon y el Elíseo allí donde todo indicaba divergencias. “Yo gozo de la confianza del presidente de la República”, expresó por enésima vez esta semana el primer ministro en una entrevista en el canal de televisión TF1. Cuando hay que reiterar lo que debiera ser obvio, algo va mal.

Todo se hubiera quedado aquí y la vida del primer ministro francés hubiera sido muchísimo más plácida. Porque lo cierto es que el exalcalde de Nantes ha tenido tantos problemas por arriba como por abajo, y se ha visto obligado a lidiar con la resistencia abierta de varios de sus ministros –de Manuel Valls a Arnaud Montebourg, de Laurent Fabius a Pierre Moscovici– que contestan a veces abiertamente su autoridad. Por no hablar de los comentarios irritados o maliciosos que destilan algunos diputados de la mayoría. Como el realizado días atrás por el presidente de la Asamblea Nacional, Claude Bartolone, comentando que los parlamentarios tienen que lidiar con él...

Dado prácticamente por amortizado, candidato al cadalso en caso de un severo revés en las elecciones municipales y europeas de la próxima primavera, Jean-Marc Ayrault tomó semanas atrás el toro por los cuernos y dio un paso adelante que nadie se esperaba. Sin consultar ni a Elíseo ni a Bercy, el primer ministro anunció nada menos que la apertura de un proceso de discusión para revisar de arriba a abajo toda la fiscalidad, una manera de tratar de responder al gran descontento que existe en el país por el aumento de los impuestos. La sorpresa y la estupefacción fueron mayúsculas ante tamaña osadía, por más que el programa electoral de Hollande incluyera una vasta reforma fiscal.

El golpe de efecto de Ayrault, sin embargo, no ha durado mucho. El presidente tardó poco en aguar la propuesta al limitar su alcance –nada de retocar lo ya aprobado hasta ahora– y su horizonte temporal –el final del quinquenato en el mejor de los casos–. Sólo faltaba el ministro de Exteriores, Laurent Fabius, aconsejándole públicamente que sólo vale la pena abordar la reforma si es para bajar los impuestos...

La puntilla llegó esta misma semana, cuando en un desliz –¿realmente?– los servicios de Matignon difundieron a través de la web oficial un informe externo sobre la política de integración en el que se proponía nada menos que abolir la ley que prohíbe el velo en las escuelas. Ya pudo decir Ayrault que el informe no comprometía en nada al Gobierno, que la mera sospecha incendió el debate político durante veinticuatro horas, dando alas a la derecha y sobre todo al Frente Nacional. En las filas socialistas, la indignación se combinaba con el desaliento más profundo.

¿Llegará Jean-Marc Ayrault hasta las elecciones municipales de marzo y las europeas de mayo? Nadie lo duda. ¿Seguirá en su puesto después? Nadie lo cree. Una amplia derrota de los socialistas –difícil de evitar– obligará a Hollande a tratar de retomar la iniciativa y ofrecer un sacrificio. La V República tiene un fusible y ése no es otro que el primer ministro. Falta saber quién puede sucederle en Matignon. El favorito es el ministro del Interior, Manuel Valls, el político más popular del país. Pero nada está menos claro. Demasiado popular, quizá, demasiado ambicioso.



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