domingo, 26 de enero de 2014

De Napoleón a Sarkozy

Toda la corte imperial se encontraba reunida en el palacio de las Tullerías aquel 14 de diciembre de 1809. Napoleón y la emperatriz Josefina iban a aparecer juntos por última vez y a levantar acta pública de su divorcio. Lejos del secretismo actual, ambos leyeron sendos discursos para materializar su ruptura ante la crema del Imperio. Un acto político, motivado por razones políticas. Enamorado de la noble polaca María Walewska, a quien dos años antes había bombardeado con cartas encendidas –llevadas en mano por el mariscal Duroc, cuyas idas y venidas fueron tan conocidas en su época como si hubiera sido fotografiado por Closer–, Napoleón podría haber decidido divorciarse por amor. Pero lo hizo por ambición política. Determinado a consolidar su Imperio, y ante la imposibilidad de tener hijos con Josefina, decidió buscar una nueva esposa. Y, ya puestos, tejer una alianza internacional casándose con María Luisa de Austria, hija del emperador Francisco I.

Después del divorcio más famoso de la historia de Francia, hubo que esperar casi dos siglos para que un jefe del Estado francés se separara de su mujer en pleno ejercicio de su cargo. El presunto privilegio de hacer historia le correspondió a Nicolas Sarkozy, quien en octubre del 2007, tan sólo cinco meses después de ser elegido presidente de la República, se divorció de su segunda mujer, Cécilia Ciganer-Albeniz. A diferencia de Napoleón, sin embargo, no fue el presidente francés quien tomó la iniciativa de la ruptura, sino su esposa.

El divorcio puso punto final a un largo culebrón sentimental, seguido ya entonces muy de cerca por los medios de comunicación, que había empezado en el 2005 , cuando Cécilia Sarkozy abandonó durante casi un año el domicilio familiar para reunirse con su amante –y hoy marido– Richard Attias. Nicolas Sarkozy era entonces ministro del Interior y removió cielo y tierra para reconquistar a su mujer. Cuando entró junto a ella en el Elíseo el 6 de mayo del 2007 parecía un hombre colmado. Pero la procesión iba por dentro y la crisis de la pareja era irreversible. Cinco meses después, Cécilia abandonó la condición de primera dama y se marchó para siempre a hacer su vida.

Nicolas Sarkozy rompió el molde en el que se habían acomodado hasta entonces todos sus predecesores de la V República. Casado en segundas nupcias –fue el primer presidente divorciado en acceder al Elíseo–, no dudó en exponer ampliamente su vida privada ante la opinión pública, utilizándola como una baza política.

Impulsivo y sentimental, Sarkozy siguió haciendo lo mismo tras su divorcio, con su romance y posterior matrimonio –el tercero– con la cantante franco-italiana Carla Bruni, en febrero del 2008. En una célebre conferencia de prensa celebrada el mes enero en el Elíseo, el entonces presidente había reconocido públicamente su relación amorosa con la ex modelo –“Con Carla, va en serio”, dijo– y lo había justificado en aras de la transparencia. “No quiero que me fotografíen al alba en una situación sórdida”, argumentó, anticipando sin saberlo lo que le acabaría pasando a su sucesor, François Hollande, cazado por los paparazzi entrando y saliendo del edificio, en el número 20 de la rue du Cirque –muy cerca del palacio del Elíseo–, donde se citaba secretamente con su amante, la actriz Julie Gayet.

El comportamiento de Sarkozy produjo una auténtica ruptura. Hasta entonces, los presidentes de la República podían haber tenido amantes –como Valéry Giscard d’Estaing o Jacques Chirac– e incluso familias secretas –como François Mitterrand–, pero niguno de ellos se separó o divorció de su mujer. Y todos ellos consiguieron mantener su agitada vida personal lejos de la atención pública. Después de Sarkozy esto ya no es posible. Las reglas han cambiado. Y sólo así se entiende al osadía de Closer de espiar al presidente como si se tratara de cualquier otro personaje de las revistas del corazón.

La frontera entre vida pública y vida privada que hasta ahora protegía a los dirigentes políticos franceses ha quedado hoy tan difuminada, es tan porosa, que parece imposible reconstruirla. François Hollande ha intentado contra viento y marea mantener su vida personal lejos de los focos. Pero no ha podido. 



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