martes, 28 de enero de 2014

¿Repudiada?

Fue en un baile de máscaras en la galería de los espejos del palacio de Versalles, celebrado con motivo de la boda de su primogénito, Luis-Fernando de Borbón, con la infanta María Teresa de España, en febrero de 1745, cuando el rey Luis XV reparó en Jeanne-Antoinette Poisson, una inteligente y bella joven casada con un funcionario llamado Charles-Guillaume Lenormant d’Étoiles. Prendado por aquella desconocida burguesa recién llegada a la corte, el rey la instaló en Versalles (en un apartamento por encima del suyo, al que se accedía por una escalera interior) y la convirtió en su amante, regalándole de paso el título de Marquesa de Pompadour.

Siete años duraron los amoríos del rey y la principal de sus favoritas, durante los cuales Jeanne-Antoinette se convirtió en una de las mujeres más influyentes del reino. Amante, amiga y consejera, la insigne cortesana reinó menos tiempo en las sábanas del monarca que en su alma. Pero cuando el rey, de un apetito sexual incontenible, la sacó de su cama para buscar otras compañías, no la apartó de su lado, sino que la mantuvo cerca suyo, siguió pidiéndole consejo, edificó por ella el Petit Trianon y, para sus estancias en París, le regaló el entonces palacio de Evreux, conocido hoy como el Elíseo… La marquesa de Pompadour murió en 1764, a los 42 años, de una congestión pulmonar, en el palacio de Versalles, cuidada por los médicos del rey, un raro privilegio. Y cuentan que Luis XV lloró amargamente la pérdida de aquella “amiga de veinte años”…

También lloró Napoleón poco después de consumar el divorcio con su hasta entonces amada esposa, Josefina de Beauharnais, el 14 de diciembre de 1809 ante la corte imperial reunida en el palacio de las Tullerías. Explican sus biógrafos, entre los cuales el ex primer ministro Dominique de Villepin –quien, por cierto, vendió en subasta hace unos años su biblioteca napoleónica por algo más de un millón de euros-, que el emperador, abatido por la tristeza, subió una última vez a ver a su mujer, con la que había estado unido quince años, por la escalera interior que unía su gabinete con el apartamento de ella y ambos se abrazaron largamente. Napoleón, que había tenido varias amantes –como los había tenido con anterioridad la propia Josefina- no quiso nunca separarse por amor, pese a que llegó a estar perdidamente enamorado de la aristócrata polaca María Walewska, pero sí lo hizo por razones políticas.

Obsesionado con tener un heredero y tejer una alianza que le permitiera afianzar su frágil Imperio, se divorció para poder casarse con la princesa María Luisa de Austria, hija del emperador Francisco I. En ningún momento se desentendió, sin embargo, de Josefina, a la que mantuvo el título de emperatriz, instaló en el palacio de Malmaison y dotó con propiedades y rentas. En las semanas posteriores le escribió cada día interesándose por su estado: “No puedes poner en duda mi constante y tierna amistad, y conocerías mal mis sentimientos si supusieras que yo puedo ser feliz si tu no eres feliz, y contento, si tu no te tranquilizas”, le escribió el 16 de diciembre, dos días después del divorcio. Su correspondencia se proseguiría hasta la muerte de ella en 1814.

Cuentan que el sábado pasado por la noche, solo en el Elíseo, el presidente François Hollande tenía el semblante serio y grave, poco después de haber comunicado sucintamente a la agencia France Presse la ruptura de su pareja tras casi ocho años de convivencia: “Hago saber que he puesto fin a la vida en común que compartía con Valérie Trierweiler”. Una frase escueta –dieciocho palabras, en la versión original francesa-, neutra y seca, sin un atisbo de sentimiento ni de reconocimiento para quien hace apenas tres años calificaba públicamente como la “mujer de su vida”.

Las pocas contemplaciones con que el presidente francés ha despachado su separación, quince días después de que se desvelara públicamente su relación amorosa clandestina con la actriz Julie Gayet, ha llevado a algunos de sus oponentes políticos a acusarle de haber “repudiado” a su mujer como en otros tiempos hacían monarcas y emperadores. También el publicista Jacques Séguéla, quien en Le Figaro vaticinaba que este gesto, esta ruptura “extremadamente brutal”, puede costarle cara entre el electorado femenino. “¡Años de vida en común y una separación anunciada en 18 palabras, repitiendo tres veces “yo”,  como un rey de Francia repudiando a su favorita!”, se exclamaba.

Hay que admitir que el presidente francés tenía una papeleta extremadamente difícil. Otro hombre en sus mismas circunstancias, enamorado de otra mujer y determinado a romper su matrimonio para abrazar una nueva vida, coge la puerta y se va. Tanto más fácil cuando no hay papeles ni hijos de por medio. Pero nadie puede irse del Elíseo. Así que Hollande, que lógicamente no podía marcharse ni esperar esta vez a que le echaran –como hizo Ségolène Royal en el 2007, tras conocer su infidelidad con Valérie Trierweiler- no tenía más remedio que expulsar él a su mujer, añadiendo nuevo dolor a la herida y la humillación sufridas. ¿Se puede hacer bien algo así?

La pareja llegó el jueves pasado a un acuerdo de separación aparentemente amistosa,  que en principio resuelve también las cuestiones materiales y prevé –pese a no estar casados- una cierta compensación económica a Valérie Trierweiler por haber puesto en sordina su carrera profesional y dedicarse a apoyar a su compañero en la campaña electoral de las presidenciales primero y a su función como primera dama, después.

Sólo François Hollande y Valérie Trierweiler saben lo que se han dicho estos días, y cómo se lo han dicho. Sólo ellos conocen sus sentimientos. Y a ellos solos atañe. Pero su expresión pública y la forma en que la ruptura ha sido consumada no dejarán de ser juzgadas por los franceses. Los ciudadanos no censurarán probablemente a Hollande por sus amoríos extraconyugales –la sociedad francesa es increíblemente tolerante con el adulterio-, pero pueden acabar reprochándole su comportamiento como persona.

Todo el mundo suponía al presidente francés un hombre indeciso, blando, carente de autoridad y alérgico al conflicto. Cuentan en el Partido Socialista que cuando él era el primer secretario, todo el mundo salía de su despacho satisfecho, creyendo haber obtenido una respuesta afirmativa a sus demandas, y después eran sus subalternos –o el paso del tiempo- los encargados de desengañar a los incautos. Lo que no se sabía, o se sabía menos, lo que estos quince días han revelado ante los ojos de todo el mundo, es que detrás de este presidente orondo y afable, simpático y cordial, hay un hombre ambiguo y escurridizo, aparentemente indiferente y frío como un témpano, capaz de no emitir la más mínima señal de humanidad y de escatimar hasta el último gesto público de cariño a quien ha sido su amante y compañera. Además de primera dama.

“¡Dios sabe cuánto semejante resolución ha costado a mi corazón! Pero no hay ningún sacrificio que esté por encima de mi coraje cuando se me demuestra que es útil para el bien de Francia. Debo añadir que, lejos de haber tenido nunca motivo de queja, sólo he tenido, por el contrario, que congratularme del cariño y la ternura de mi bien amada esposa. Ella ha embellecido quince años de mi vida. El recuerdo quedará grabado en mi corazón”, proclamó Napoleón ante la corte imperial en homenaje a Josefina al oficializar su divorcio. ¿Cinismo? ¿Un último gesto de delicadeza? Que cada cual juzgue. François Hollande no ha hecho, en todo caso, nada que se le parezca. Lo cual tampoco es sorprendente, puesto que con Ségolène Royal, la madre de sus cuatro hijos, fue igualmente avaro. Es un hombre “muy púdico”, argumentan quienes defienden su silencio. Valérie Trierweiler anticipó otra explicación cuando, en un libro escrito por la periodista Cécile Amar (“Hasta aquí, todo va mal”) sobre la campaña electoral del hoy presidente, dejó ir una confidencia: “François no es afectuoso”.



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