Fue en un baile de máscaras en la galería de los espejos del
palacio de Versalles, celebrado con motivo de la boda de su primogénito,
Luis-Fernando de Borbón, con la infanta María Teresa de España, en febrero de
1745, cuando el rey Luis XV reparó en Jeanne-Antoinette
Poisson, una inteligente y bella joven casada con un funcionario llamado Charles-Guillaume
Lenormant d’Étoiles. Prendado por aquella desconocida burguesa recién llegada a
la corte, el rey la instaló en Versalles (en un apartamento por encima del
suyo, al que se accedía por una escalera interior) y la convirtió en su amante,
regalándole de paso el título de Marquesa de Pompadour.
Siete años duraron los amoríos del rey y la principal de sus
favoritas, durante los cuales Jeanne-Antoinette se convirtió en una de las
mujeres más influyentes del reino. Amante,
amiga y consejera, la insigne cortesana reinó menos tiempo en las sábanas del
monarca que en su alma. Pero cuando el rey, de un apetito sexual incontenible,
la sacó de su cama para buscar otras compañías, no la apartó de su lado, sino
que la mantuvo cerca suyo, siguió pidiéndole consejo, edificó por ella el Petit
Trianon y, para sus estancias en París, le regaló el entonces palacio de
Evreux, conocido hoy como el Elíseo… La marquesa de Pompadour murió en 1764, a los 42 años, de una
congestión pulmonar, en el palacio de Versalles, cuidada por los médicos del
rey, un raro privilegio. Y cuentan que Luis XV lloró amargamente la pérdida de
aquella “amiga de veinte años”…
También lloró
Napoleón poco después de consumar el divorcio con su hasta entonces amada
esposa, Josefina de Beauharnais, el 14 de diciembre de 1809 ante la corte
imperial reunida en el palacio de las Tullerías. Explican sus biógrafos, entre
los cuales el ex primer ministro Dominique de Villepin –quien, por cierto,
vendió en subasta hace unos años su biblioteca napoleónica por algo más de un
millón de euros-, que el emperador, abatido por la tristeza, subió una última
vez a ver a su mujer, con la que había estado unido quince años, por la
escalera interior que unía su gabinete con el apartamento de ella y ambos se
abrazaron largamente. Napoleón, que había tenido varias amantes –como los había
tenido con anterioridad la propia Josefina- no quiso nunca separarse por amor, pese
a que llegó a estar perdidamente enamorado de la aristócrata polaca María Walewska,
pero sí lo hizo por razones políticas.
Obsesionado con
tener un heredero y tejer una alianza que le permitiera afianzar su frágil Imperio,
se divorció para poder casarse con la princesa María Luisa de Austria, hija del
emperador Francisco I. En ningún momento se desentendió, sin embargo, de
Josefina, a la que mantuvo el título de emperatriz, instaló en el palacio de
Malmaison y dotó con propiedades y rentas. En las semanas posteriores le
escribió cada día interesándose por su estado: “No puedes poner en duda mi
constante y tierna amistad, y conocerías mal mis sentimientos si supusieras que
yo puedo ser feliz si tu no eres feliz, y contento, si tu no te tranquilizas”,
le escribió el 16 de diciembre, dos días después del divorcio. Su
correspondencia se proseguiría hasta la muerte de ella en 1814.
Cuentan que el
sábado pasado por la noche, solo en el Elíseo, el presidente François Hollande
tenía el semblante serio y grave, poco después de haber comunicado sucintamente
a la agencia France Presse la ruptura de su pareja tras casi ocho años de
convivencia: “Hago saber que he puesto fin a la vida en común que compartía con
Valérie Trierweiler”. Una frase escueta –dieciocho palabras, en la versión
original francesa-, neutra y seca, sin un atisbo de sentimiento ni de reconocimiento
para quien hace apenas tres años calificaba públicamente como la “mujer de su
vida”.
Las pocas
contemplaciones con que el presidente francés ha despachado su separación,
quince días después de que se desvelara públicamente su relación amorosa
clandestina con la actriz Julie Gayet, ha llevado a algunos de sus oponentes
políticos a acusarle de haber “repudiado” a su mujer como en otros tiempos
hacían monarcas y emperadores. También el publicista Jacques Séguéla, quien en
Le Figaro vaticinaba que este gesto, esta ruptura “extremadamente brutal”,
puede costarle cara entre el electorado femenino. “¡Años de vida en común y una
separación anunciada en 18 palabras, repitiendo tres veces “yo”, como un rey de Francia repudiando a su
favorita!”, se exclamaba.
Hay que admitir
que el presidente francés tenía una papeleta extremadamente difícil. Otro
hombre en sus mismas circunstancias, enamorado de otra mujer y determinado a
romper su matrimonio para abrazar una nueva vida, coge la puerta y se va. Tanto
más fácil cuando no hay papeles ni hijos de por medio. Pero nadie puede irse
del Elíseo. Así que Hollande, que lógicamente no podía marcharse ni esperar
esta vez a que le echaran –como hizo Ségolène Royal en el 2007, tras conocer su
infidelidad con Valérie Trierweiler- no tenía más remedio que expulsar él a su
mujer, añadiendo nuevo dolor a la herida y la humillación sufridas. ¿Se puede
hacer bien algo así?
La pareja llegó
el jueves pasado a un acuerdo de separación aparentemente amistosa, que en principio resuelve también las
cuestiones materiales y prevé –pese a no estar casados- una cierta compensación
económica a Valérie Trierweiler por haber puesto en sordina su carrera
profesional y dedicarse a apoyar a su compañero en la campaña electoral de las
presidenciales primero y a su función como primera dama, después.
Sólo François
Hollande y Valérie Trierweiler saben lo que se han dicho estos días, y cómo se
lo han dicho. Sólo ellos conocen sus sentimientos. Y a ellos solos atañe. Pero
su expresión pública y la forma en que la ruptura ha sido consumada no dejarán
de ser juzgadas por los franceses. Los ciudadanos no censurarán probablemente a
Hollande por sus amoríos extraconyugales –la sociedad francesa es
increíblemente tolerante con el adulterio-, pero pueden acabar reprochándole su
comportamiento como persona.
Todo el mundo
suponía al presidente francés un hombre indeciso, blando, carente de autoridad
y alérgico al conflicto. Cuentan en el Partido Socialista que cuando él era el
primer secretario, todo el mundo salía de su despacho satisfecho, creyendo
haber obtenido una respuesta afirmativa a sus demandas, y después eran sus
subalternos –o el paso del tiempo- los encargados de desengañar a los incautos.
Lo que no se sabía, o se sabía menos, lo que estos quince días han revelado
ante los ojos de todo el mundo, es que detrás de este presidente orondo y
afable, simpático y cordial, hay un hombre ambiguo y escurridizo, aparentemente
indiferente y frío como un témpano, capaz de no emitir la más mínima señal de
humanidad y de escatimar hasta el último gesto público de cariño a quien ha
sido su amante y compañera. Además de primera dama.
“¡Dios sabe cuánto
semejante resolución ha costado a mi corazón! Pero no hay ningún sacrificio que
esté por encima de mi coraje cuando se me demuestra que es útil para el bien de
Francia. Debo añadir que, lejos de haber tenido nunca motivo de queja, sólo he
tenido, por el contrario, que congratularme del cariño y la ternura de mi bien
amada esposa. Ella ha embellecido quince años de mi vida. El recuerdo quedará
grabado en mi corazón”, proclamó Napoleón ante la corte imperial en homenaje a
Josefina al oficializar su divorcio. ¿Cinismo? ¿Un último gesto de delicadeza?
Que cada cual juzgue. François Hollande no ha hecho, en todo caso, nada que se
le parezca. Lo cual tampoco es sorprendente, puesto que con Ségolène Royal, la
madre de sus cuatro hijos, fue igualmente avaro. Es un hombre “muy púdico”,
argumentan quienes defienden su silencio. Valérie Trierweiler anticipó otra
explicación cuando, en un libro escrito por la periodista Cécile Amar (“Hasta
aquí, todo va mal”) sobre la campaña electoral del hoy presidente, dejó ir una
confidencia: “François no es afectuoso”.
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