lunes, 6 de enero de 2014

Barcelona, capital París

Cuenta Manuel Valls, barcelonés de nacimiento y francés de adopción, que una vez en la escuela pidieron a todos los niños de su clase que indicaran la profesión de sus padres. El hoy ministro del Interior de François Hollande escribió, aplicadamente, “pintor”. Entonces su maestra, una mujer cuyas buenas intenciones sólo eran igualadas por sus prejuicios, se acercó a él en un aparte y le dijo: “No hay que tener vergüenza de decir que tu padre es pintor de brocha gorda”. Corrían los años sesenta y en Francia no se concebía que hubiera otros españoles que los que llegaban con sus humildes equipajes a la Gare d’Austerlitz en busca de trabajo. Eran los tiempos en que el burgués distrito XVI de París era conocido como el “barrio de los españoles” porque españoles eran –como más tarde fueron portugueses- gran parte de los conserjes de sus fincas señoriales.

Pero el pintor Xavier Valls, el padre de Manuel, era realmente un artista. Uno más de los pintores que, siguiendo la histórica atracción que  ha ejercido la capital francesa sobre los artistas españoles y particularmente los catalanes, viajaron a París en los años cincuenta huyendo de “la losa del franquismo” –por utilizar las palabras de su hijo-, en busca de la libertad artística y cultural que no encontraban al sur de los Pirineos. Junto a Xavier Valls, llegaron en esta misma época otros pintores, como Javier Vilató y Antoni Tàpies, que se instaló temporalmente en París. Como el escritor Juan Goytisolo, que siempre ha mantenido una vinculación muy estrecha con la ciudad.

En los años sesenta les siguieron aún otros artistas, como Jaume Xifra, Antoni Miralda o Joan Rabascall. Pero fueron, en cierto sentido, los últimos. Los últimos de una tradición que comenzó a finales del siglo XIX, en la época de los impresionistas, cuando París era la cuna de las vanguardias y se erigió en la capital cultural y artística mundial. En los años cincuenta y sesenta ya no lo era. El inicio de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana en 1940 expulsó a la mayor parte de los artistas e intelectuales instalados en la capital francesa  -no todos, desde luego, Picasso siguió pintando bajo la ocupación sin ser molestado, pero sí la mayoría- y desde entonces su papel de faro de la creatividad universal fue asumido por otras ciudades. Nueva York, de entrada.

“París no fue la capital del arte en el siglo XX y no lo será en el siglo XXI”, juzgaba sin apelación el historiador Patrice Higonnet en su libro “París, capital del mundo”. Instalada en una relativa decadencia, sólo el franquismo explica que pintores, artistas, escritores e intelectuales  españoles siguieran acudiendo en masa a la capital francesa: forzados al exilio nada más acabada la Guerra Civil, en busca de nuevos horizontes después. A los pintores sucedieron en los años setenta y ochenta figuras del teatro –Josep Maria Flotats, Lluís Pasqual, Borja Sitjà-  de la danza –Santiago Sempere, Tomeo Vergès, Roser Montlló- y la arquitectura –Ricard Bofill, Manuel de Solà Morales…-. Un goteo permanente.

París no es hoy, no lo es desde hace tiempo, el París que encontraron los pintores Ramon Casas, Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo, Ignacio Zuloaga, Isidre Nonell o Pablo Picasso cuando en torno al año 1889 –fecha mágica de la gran Exposición Universal que dio a luz a la torre Eiffel- desembarcaron en la capital francesa y se instalaron en el bohemio barrio de Montmartre, donde bullían los Monet, Cézanne, Pissaro, Degas, Renoir, Toulouse-Lautrec… Una época, por cierto, sobre la que el Museo de Montmartre prepara una exposición para el próximo mes de octubre bajo el título “De Utrillo a Picasso. Los artistas catalanes de Montmartre”. En la bisagra de los siglos XIX y XX, París atrajo también a insignes músicos, como Isaac Albéniz, Enrique Granados y –más tarde- Frederic Pompou.

La capital francesa, a la que Barcelona ha aparecido unida como con un cordón umbilical, vivía entonces una auténtica eclosión. El Segundo Imperio, una época de grandes transformaciones económicas y sociales, así como de un formidable desarrollo artístico y cultural, se había hundido en 1870 con la humillante derrota de Napoleón III frente al canciller Bismarck en Sedan, pero había dejado a la capital francesa, rehecha de arriba abajo por el barón Haussmann, como el centro cultural y artístico del mundo. Y como capital de una nueva figura fundamental: el marchante de arte.

“Para la mayor parte de artistas que divagan por Montparnasse, el marchante es –hipotético o real- el centro, la clave de su vida”, describía en los años veinte Josep Pla en un libro –“Notas sobre París”- donde recogió su experiencia como corresponsal de La Publicitat. Pla observó en primera fila la mercantilización del arte y frecuentó a algunos artistas catalanes instalados en el nuevo barrio de moda, donde empezaron a menudear sobre todo artistas y escritores norteamericanos y escandinavos.

Hoy los artistas catalanes y españoles ya no vienen a París a inspirarse, a sumergirse en las fuentes de las vanguardias, de las nuevas corrientes, porque ya no están aquí. Pintores, artistas plásticos, fotógrafos, actores, bailarines… acuden a Francia en busca de proyección y de salidas profesionales. No en vano sigue siendo un país con unas estructuras y unos presupuestos culturales envidiables. Vienen y se van, y vuelven a venir. Pero pocos se instalan definitivamente aquí. Y algunos de los que lo hacen es por motivos personales. Como la coreógrafa granadina Blanca Li, casada con un matemático franco-coreano.

“Aquí vienen quienes ya han triunfado”, subraya Raül David Martínez, delegado del Institut Ramon Llull en París. Y añade: “En Francia todo está muy reglamentado, la cultura está muy apoyada pero a la vez muy encuadrada, hoy el arte underground está en otros lugares, como Berlín “.

Entre la comunidad artística y cultural instalada en París de forma permanente, o que frecuenta asiduamente la ciudad, donde gozan de un unánime reconocimiento, están los actores Sergi López y Victoria Abril, los cineastas José Luis Guerín y Albert Serra, el compositor y músico Jordi Savall, artistas como Carlos Pazos y Blanca Casas Brullet, el pintor Antoni Taulé, los fotografos Anna Malagrida y Jordi Colomer, o la coreógrafa Aina Alegre. Algunos ocupan puestos notables, como Marta Gili, directora del museo del Jeu de Paume –especializado en la fotografía-, y el compositor Hèctor Parra, profesor en el (Ircam) Institut de Recherche et Coordination Acoustique Musique), dependiente del Centro Pompidou.

Cuando Josep Plan viajó a París por primera vez en 1920, el tren tardaba más de 17 horas en llegar. Salía de la estación de Francia a las dos de la tarde y llegaba a la Gare d’Orsay –hoy, el gran museo de los impresionistas-, previo cambio de tren en la frontera,  a las 9.30 de la mañana siguiente. Casi un siglo después, el viaje en ferrocarril se ha convertido gracias a la alta velocidad en una formalidad. Pero la fascinación que ejerce París apenas ha cambiado.


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