Cuenta Manuel Valls, barcelonés de nacimiento y francés de
adopción, que una vez en la escuela pidieron a todos los niños de su clase que
indicaran la profesión de sus padres. El hoy ministro del Interior de François
Hollande escribió, aplicadamente, “pintor”. Entonces su maestra, una mujer
cuyas buenas intenciones sólo eran igualadas por sus prejuicios, se acercó a él
en un aparte y le dijo: “No hay que tener vergüenza de decir que tu padre es pintor
de brocha gorda”. Corrían los años sesenta y en Francia no se concebía que
hubiera otros españoles que los que llegaban con sus humildes equipajes a la
Gare d’Austerlitz en busca de trabajo. Eran los tiempos en que el burgués
distrito XVI de París era conocido como el “barrio de los españoles” porque
españoles eran –como más tarde fueron portugueses- gran parte de los conserjes
de sus fincas señoriales.
Pero el pintor Xavier Valls, el padre de Manuel, era realmente
un artista. Uno más de los pintores que, siguiendo la histórica atracción que ha ejercido la capital francesa sobre los
artistas españoles y particularmente los catalanes, viajaron a París en los
años cincuenta huyendo de “la losa del franquismo” –por utilizar las palabras
de su hijo-, en busca de la libertad artística y cultural que no encontraban al
sur de los Pirineos. Junto a Xavier Valls, llegaron en esta misma época otros
pintores, como Javier Vilató y Antoni Tàpies, que se instaló temporalmente en
París. Como el escritor Juan Goytisolo, que siempre ha mantenido una
vinculación muy estrecha con la ciudad.
En los años sesenta les siguieron aún otros artistas, como
Jaume Xifra, Antoni Miralda o Joan Rabascall. Pero fueron, en cierto sentido,
los últimos. Los últimos de una tradición que comenzó a finales del siglo XIX,
en la época de los impresionistas, cuando París era la cuna de las vanguardias
y se erigió en la capital cultural y artística mundial. En los años cincuenta y
sesenta ya no lo era. El inicio de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación
alemana en 1940 expulsó a la mayor parte de los artistas e intelectuales
instalados en la capital francesa -no
todos, desde luego, Picasso siguió pintando bajo la ocupación sin ser molestado,
pero sí la mayoría- y desde entonces su papel de faro de la creatividad
universal fue asumido por otras ciudades. Nueva York, de entrada.
“París no fue la capital del arte en el siglo XX y no lo
será en el siglo XXI”, juzgaba sin apelación el historiador Patrice Higonnet en
su libro “París, capital del mundo”. Instalada en una relativa decadencia, sólo
el franquismo explica que pintores, artistas, escritores e intelectuales españoles siguieran acudiendo en masa a la
capital francesa: forzados al exilio nada más acabada la Guerra Civil, en busca
de nuevos horizontes después. A los pintores sucedieron en los años setenta y
ochenta figuras del teatro –Josep Maria Flotats, Lluís Pasqual, Borja
Sitjà- de la danza –Santiago Sempere,
Tomeo Vergès, Roser Montlló- y la arquitectura –Ricard Bofill, Manuel de Solà
Morales…-. Un goteo permanente.
París no es hoy, no lo es desde hace tiempo, el París que
encontraron los pintores Ramon Casas, Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo, Ignacio
Zuloaga, Isidre Nonell o Pablo Picasso cuando en torno al año 1889 –fecha
mágica de la gran Exposición Universal que dio a luz a la torre Eiffel- desembarcaron
en la capital francesa y se instalaron en el bohemio barrio de Montmartre, donde
bullían los Monet, Cézanne, Pissaro, Degas, Renoir, Toulouse-Lautrec… Una
época, por cierto, sobre la que el Museo de Montmartre prepara una exposición
para el próximo mes de octubre bajo el título “De Utrillo a Picasso. Los
artistas catalanes de Montmartre”. En la bisagra de los siglos XIX y XX, París
atrajo también a insignes músicos, como Isaac Albéniz, Enrique Granados y –más
tarde- Frederic Pompou.
La capital francesa, a la que Barcelona ha aparecido unida
como con un cordón umbilical, vivía entonces una auténtica eclosión. El Segundo
Imperio, una época de grandes transformaciones económicas y sociales, así como
de un formidable desarrollo artístico y cultural, se había hundido en 1870 con
la humillante derrota de Napoleón III frente al canciller Bismarck en Sedan,
pero había dejado a la capital francesa, rehecha de arriba abajo por el barón
Haussmann, como el centro cultural y artístico del mundo. Y como capital de una
nueva figura fundamental: el marchante de arte.
“Para la mayor parte de artistas que divagan por
Montparnasse, el marchante es –hipotético o real- el centro, la clave de su
vida”, describía en los años veinte Josep Pla en un libro –“Notas sobre París”-
donde recogió su experiencia como corresponsal de La Publicitat. Pla observó
en primera fila la mercantilización del arte y frecuentó a algunos artistas
catalanes instalados en el nuevo barrio de moda, donde empezaron a menudear
sobre todo artistas y escritores norteamericanos y escandinavos.
Hoy los artistas catalanes y españoles ya no vienen a París
a inspirarse, a sumergirse en las fuentes de las vanguardias, de las nuevas
corrientes, porque ya no están aquí. Pintores, artistas plásticos, fotógrafos,
actores, bailarines… acuden a Francia en busca de proyección y de salidas
profesionales. No en vano sigue siendo un país con unas estructuras y unos
presupuestos culturales envidiables. Vienen y se van, y vuelven a venir. Pero
pocos se instalan definitivamente aquí. Y algunos de los que lo hacen es por
motivos personales. Como la coreógrafa granadina Blanca Li, casada con un
matemático franco-coreano.
“Aquí vienen quienes ya han triunfado”, subraya Raül David
Martínez, delegado del Institut Ramon Llull en París. Y añade: “En Francia todo
está muy reglamentado, la cultura está muy apoyada pero a la vez muy
encuadrada, hoy el arte underground está en otros lugares, como Berlín
“.
Entre la comunidad artística y cultural instalada en París
de forma permanente, o que frecuenta asiduamente la ciudad, donde gozan de un
unánime reconocimiento, están los actores Sergi López y Victoria Abril, los
cineastas José Luis Guerín y Albert Serra, el compositor y músico Jordi Savall,
artistas como Carlos Pazos y Blanca Casas Brullet, el pintor Antoni Taulé, los
fotografos Anna Malagrida y Jordi Colomer, o la coreógrafa Aina Alegre. Algunos
ocupan puestos notables, como Marta Gili, directora del museo del Jeu de Paume
–especializado en la fotografía-, y el compositor Hèctor Parra, profesor en el
(Ircam) Institut de Recherche et Coordination Acoustique Musique), dependiente
del Centro Pompidou.
Cuando Josep Plan viajó a París por primera vez en 1920, el
tren tardaba más de 17 horas en llegar. Salía de la estación de Francia a las
dos de la tarde y llegaba a la Gare d’Orsay –hoy, el gran museo de los
impresionistas-, previo cambio de tren en la frontera, a las 9.30 de la mañana siguiente. Casi un
siglo después, el viaje en ferrocarril se ha convertido gracias a la alta
velocidad en una formalidad. Pero la fascinación que ejerce París apenas ha
cambiado.
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