Una cuartilla escrita en árabe, presentada como un documento oficial del antiguo régimen libio y supuestamente firmada por el que fuera jefe de los servicios secretos libios y ex ministro de Exteriores, Musa Kusa, corre estos días de mano en mano como la presunta prueba que demostraría definitivamente que el caído dictador libio Muamar el Gadafi habría financiado con 50 millones de euros la campaña electoral de Nicolas Sarkozy en 2007.
La autenticidad del documento, difundido por el diario electrónico Mediapart –un medio que milita en el antisarkozysmo–, suscita dudas razonables. El ex primer ministro libio Bagdali Ali al-Mahmudi, preso en Túnez, sostiene que es auténtico. El supuesto firmante, Musa Kusa, así como las nuevas autoridades libias, el Consejo Nacional de Transición, lo niegan. La acusación no es nueva, ya la había lanzado hace un año el hijo del dictador, Saif al Islam, en un gesto dictado por la venganza. Sarkozy calificó la acusación de “grotesca” y demandó a Mediapart por calumnias.
Bastante menos gaseosos son los indicios que pesan sobre la presunta financiación ilegal de esa misma campaña electoral por parte de la principal accionista del grupo L’Oréal. El caso, todavía bajo investigación judicial, estalló a mediados de 2010, a raíz de la agria disputa familiar que enfrentó a la vieja heredera del imperio L’Oréal, Liliane Bettencourt, y su hija, Françoise Bettencourt-Meyers. Unas grabaciones pirata realizadas por el mayordomo de la familia destaparon las estrechas vinculaciones de los Bettencourt con el entonces ministro de Trabajo, Eric Woerth, y su esposa, Florence, quien había sido fichada en 2007 para trabajar en la sociedad que administra los bienes de la multimillonaria.
El escándalo obligó a Nicolas Sarkozy a sacar a Woerth del Gobierno, mientras la esposa presentaba también su renuncia. El problema para el presidente francés, sin embargo, es que el affaire no se limitaba a un asunto personal, sino que pronto aparecieron serios indicios de una posible financiación ilegal de la campaña presidencial del 2007, de la que Woerth fue el tesorero. A partir de las declaraciones de la ex contable de los Bettencourt, el juez decidió el pasado mes de enero imputar formalmente a Woerth por tráfico de influencias y financiación ilegal, lo que salpica indirectamente a Sarkozy.
El presidente francés, aunque difuminado, aparece también en otro supuesto escándalo de financiación ilegal, en este caso de la campaña presidencial de Édouard Balladur en 1995, de quien Sarkozy era el portavoz y mano derecha. El dinero habría venido, al parecer, de “retrocomisiones” procedentes de la operación de venta de tres submarinos Augusta a Pakistán en 1994. Una parte de las comisiones pagadas a uno de los intemediarios –el hombre de negocios libanés Ziad Takieddine– habría sido desviada para financiar la campaña. Dos antiguos colaboradores de Balladur –amigos personales del presidente francés– están imputados.
Para redondear el caso, los jueces sospechan que la decisión de Jacques Chirac –rival de Ballaufr–, una vez elegido presidente, de interrumpir el pago de una parte de las comisiones está en el origen del atentado que en 2002 costó la vida en Karachi a 11 ingenieron franceses que trabajaban en la construcción de los submarinos. Como venganza.
Ningún juez ha tomado decisión alguna contra Sarkozy, lo cual hubiera chocado contra la inmunidad penal del jefe del Estado. Pero esta protección desaparecerá tras dejar el Elíseo.
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