Se llamaba “Catalunya”, con “ny”, no con “ñ”. Su portada, de
un amarillo rotundo, tenía como motivo principal un castell (un quatre de
vuit, si no voy errado) con las cuatro barras de la bandera catalana de
fondo. Era el periódico que, a mediados de los años setenta, editábamos en el
internado de Valls –de ahí los castellers- donde entonces estudiaba y en el que
hice mis primeros pasos como aprendiz de periodista. Nunca llegué a comprender
cómo aquel centro, el Colegio Menor Eugenio d’Ors –directamente dependiente del
Movimiento-, había tolerado aquella deriva catalanista. Ni la libertad de tono
con la que escribíamos quienes pergeñábamos sus páginas. Extraños tiempos
aquellos, a caballo entre la agonía de la dictadura y los albores de la
transición democrática, en que por la mañana uno cantaba –prietas las filas- el
“Cara el sol” mientras se izaban las banderas de España (con el aguilucho,
claro), de la Falange y de los Requetés, y por la tarde entonaba “L’Estaca”
para recibir al nuevo director, quien, recién llegado de Ávila, sonreía
complacido ante aquella entrañable muestra del folklore popular… (el jefe de
Estudios no, él no se engañó, y nos amenazó a todos después con un castigo
bíblico si osábamos repetir semejante desafío en su presencia)
El veneno del periodismo lo probé yo por primera vez en el
“Catalunya”, donde empecé, naturalmente, como redactor raso y acabé siendo el
director, más por veteranía y entrega que por otra cosa. Recuerdo todavía, como
si fuera ayer, las veladas que pasábamos dándole al ciclostil para sacar cada
número y que acostumbraban a acabar con un resopón mientras el resto de
nuestros compañeros dormía ya en sus literas. Y recuerdo, sobre todo, la figura
benevolente de Vicente Amiguet, periodista del Diario de Tarragona (antes de
ser “Diari”) que nos orientaba en nuestra ardua tarea.
Vicente Amiguet nos ha dejado esta semana, a los 84 años. Y
con él se ha ido algo más que una parte de mi adolescencia. Porque Vicente
Amiguet fue un maestro. Y un amigo. Si hoy soy el periodista que soy, se lo
debo en gran medida a él, a sus sabias enseñanzas, pero también y sobre todo, a
su infinita generosidad. “Se puede decir todo, sólo hay que encontrar la manera
adecuada y posible de decirlo”, solía recordarnos, para subrayar que la censura
no era nunca un muro infranqueable. Sobre todo la franquista, me imagino,
habida cuenta del indigente nivel intelectual de sus censores…
Vicente Amiguet era un hombre culto y educado,
extremadamente bondadoso. Y con una curiosidad inagotable. Un periodista “de
raza”, como solía decirse antaño. Algo que debe transmitirse sin duda a través
de los genes, como pueden comprobar regularmente quienes siguen el soberbio
trabajo de su hijo Lluís en “La Contra” de La Vanguardia.
Todavía guardo la carta que me escribió, en 1978, cuando le
comuniqué mi determinación de estudiar periodismo. Afortunadamente, los duendes
de las mudanzas –que tantos objetos valiosos me han hurtado con el paso de los
años- han respetado éste. En su misiva, junto a juiciosas y prudentes
observaciones sobre el estado de la profesión (ya entonces maltrecho), me
invitaba a seguir mi camino y hacer caso de mi vocación, eso que –escribía- “es
tan fundamental conocer y seguir que en muchos casos decide la felicidad de
toda una vida”. No seguí todos sus consejos, pero sí éste. Y nunca he tenido
que arrepentirme.
Si hay un cielo para periodistas, un cielo con ruido de
rotativas y olor a tinta, seguro que allí está Vicente.
Hasta siempre, maestro. Hasta siempre, amigo mío.
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También en el blog "Diario de París" de La Vanguardia:
http://blogs.lavanguardia.com/paris-uria/vicente-y-el-catalunya-73125
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