"¡Nicolas!
¡Nicolas! ¡Nicolas, vuelve!”. Apenas pone el pié en la platea del teatro
–cualquier teatro– donde actúa su esposa, la cantante Carla Bruni, Nicolas
Sarkozy se regala estos días con los vítores de gran parte del público. Hasta
el punto de que, en ocasiones, la verdadera estrella parece el expresidentes
francés. Todos los ojos buscan los suyos. Todas las manos quieren estrechar las
suyas. Sincero amante del arte de su mujer, en plena gira de promoción de su
disco “Little french songs” –que el 19 de junio le llevará a Barcelona–, en las
últimas semanas Sarkozy no se ha perdido uno solo de sus conciertos.
¿Sólo por amor? Nadie se engaña al respecto. Nicolas Sarkozy
dice y repite
que está retirado de la política, y asegura que no tiene en
principio –siempre coloca aquí algún condicional– ninguna intención de
regresar. Pero nadie le cree. Y él se ocupa de mantener viva la llama. De preparar
el terreno. Las elecciones presidenciales del 2017 están, como quien dice, a la
vuelta de la esquina, y su rival, el presidente François Hollande, no puede
estar en peor situación. El socialista ha conseguido batir todos los récords de
impopularidad de la historia de la V República. Incluido el suyo…
Para Nicolas Sarkozy, un hombre sediento de reconocimiento
desde que era niño, expulsado abruptamente del poder en mayo del 2012 –tras un
único mandato– cuando creía merecer el aplauso de la nación entera por su
determinación a la hora de afrontar la crisis, aborrecido por sus conciudadanos
–saturados de su personalidad excesiva y su política errática–, el giro que ha
empezado a dar la opinión pública francesa en su favor debe sonar en sus oídos
como música celestial. Empieza a ser añorado.
Cierto, los escándalos le acosan –algunos los ha dejado
atrás, otros, como el caso del presunto trato de favor al empresario Bernard
Tapie, podrían acabar teniendo consecuencias judiciales para él–, pero de
momento no han erosionado su imagen. El descubrimiento, en los últimos días, de
las grabaciones piratas de uno de sus su exconsejeros, Patrick Buisson, y de
las escuchas telefónicas decididas por los jueces del caso Gadafi, le han hecho
aparecer hasta el momento más bien como víctima. Un papel cuyos resortes domina
a la perfección. La propia Bruni aludió irónicamente a ello en su concierto del
martes pasado en el Olympia de París: “Alguien me ha dicho... que nos
escuchan”, dijo jugando con el título de una de sus canciones más conocidas
–Quelqu’un m’a dit–, mientras algunos espectadores
gritaban “¡traidores!”.
Sarkozy vuelve a tener a una parte de los franceses en el
bolsillo. Algún día, alguien debería estudiar en qué medida la escurridiza
personalidad de François Hollande ha tenido que ver con ello. Y en particular
su ruptura sentimental con Valérie Trierweiler. La forma en que el actual
presidente francés gestionó su separación –y nunca mejor dicho, pues la
gestionó como si de un asunto político se tratara– proyectó la imagen de un
hombre frío y tortuoso. Sarkozy es todo lo contrario. Puede ser vanidoso,
fanfarrón, inconstante, colérico… Pero es también un hombre apasionado y
sentimental, franco y claro, que embiste de frente, como los toros. “Siempre me
ha gustado esta franqueza, que contrasta con la hipocresía parisina. Nicolas
Sarkozy viene siempre de cara, lealmente. Es también una persona afectiva y
siempre se perdona a los afectivos”, considera el exdirector de Le
Point, Franz-Olivier Giesbert, quien no le guarda rencor pese a
haber sufrido sus ataques de ira y sus amenazas.
“Le presentan como un hombre agresivo, pero Sarkozy es todo
lo contrario de lo que se dice de él –opina Isabelle Balkany, amiga íntima
desde hace más de treinta años–. Es un hombre tierno y afectuoso, con un
formidable sentido de la amistad. Eso sí, sabe lo que quiere y cómo alcanzarlo,
es muy trabajador y pragmático, un hombre de acción”.
Probablemente nunca quiso ser presidente de la República
cuando era pequeño –esa leyenda urbana que atribuyen a media clase política en
Francia–, pero sí anhelaba obtener el aplauso y el cariño de los demás. “Yo soy
un francés de sangre mezclada”, proclamó en enero del 2007, en el arranque de
su victoriosa carrera hacia el Elíseo. Nacido hace 59 años en París, Nicolas
Sarkozy es, como muchas veces ha repetido, un “hijo y nieto de inmigrantes”. Su
padre, Pal Sarkozy de Nagy-Bocsa, era húngaro y su madre, Andrée Mallah, aunque
nacida en Francia, era hija de un judío sefardí de Salónica convertido al
catolicismo. Que Nicolas Sarkozy haya hecho del problema de la inmigración –en
parte por convicción, en parte por cálculo electoral– uno de sus principales
caballos de batalla, hasta el punto de aproximarse al discurso del Frente
Nacional, no es la única de las contradicciones del personaje. Esencialmente
pragmático, cuando no oportunista, Sarkozy no es precisamente un hombre de
convicciones inamovibles. Un día puede defender la discriminación positiva para
favorecer la integración de los inmigrantes y otro, señalar a los extranjeros
como los causantes de todos los males del país...
En todo caso, su condición de hijo de inmigrantes arraigó en
el pequeño Nicolas Sarkozy, criado en la burguesa y conservadora ciudad de
Neuilly-sur-Seine –suburbio de París feudo de las grandes fortunas francesas–,
un sentimiento cercano al de la exclusión social que ha marcado su personalidad
y la forma en que ha abordado su carrera política.
Abogado de formación, Sarkozy es un político bregado a pie
de obra, sin la vasta cultura de algunos de sus
antecesores en el Elíseo
–“¿Cómo puede uno ser elegido cuando no ha leído nada?”, se exclamaba su rival
Dominique de Villepin–, pero dotado de una inteligencia y una intuición sin
igual. Alérgico a las élites republicanas que han copado
tradicionalmente los altos cargos del Estado –de las que nunca ha formado
parte–, Sarkozy se vanagloria de haberse hecho a sí mismo él solo, y de no
deber nada a nadie. Su primer objetivo fue el asalto a la alcaldía de Neuilly a
expensas de la vieja guardia de su partido. Con la misma osadía y ambición, se
alzó desde el Ministerio del Interior como el hombre más influyente del
Gobierno, tomó el control de la UMP –el partido de Jacques Chirac– y alcanzó el
Elíseo. Si un día quiere regresar, nadie podrá detenerle.
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