En un rincón de la metrópoli parisina, junto a la ribera del
Sena, se levantan unos de los jardines más bellos y curiosos de París: los
jardines del museo Albert Kahn, en Boulogne-Billancourt, un lujurioso espacio
de 4,2 hectáreas
en el que los visitantes –unos 125.000 al año, entre ellos cientos de
escolares- pueden pasar en un instante de los rectilíneos trazos del jardín
francés a los jardines de tipo inglés y japonés –del que desapareció hace
décadas una pagoda pero en el que subsisten algunas casas tradicionales-, de
una arboleda alpina a una pradera y a un bosque típico de los Vosgos. Un
universo vegetal que constituye el legado más visible y más conocido, aunque no
el más valioso, de Albert Kahn (1860-1940), banquero y filántropo, un hombre
complejo y misterioso, visionario, avanzado a su tiempo, preocupado por el
futuro del mundo –fue un activo militante pacifista e higienista- y de una
curiosidad intelectual inagotable.
El más preciado tesoro que esconde en su interior el museo
Albert Kahn, que en el 2017 renacerá en un nuevo edificio diseñado por el
arquitecto japonés Kengo Kuma, es el fondo de 72.000 imágenes que constituyen
los llamados Archivos del Planeta. 72.000 placas autocromas –primer sistema de
fotografía en color, patentado en 1903- y cientos de metros de película que
retratan el mundo, o buena parte del mundo, tal como era a principios del siglo
XX. Un descomunal reportaje gráfico a través de 50 países, fruto de la
aspiración de Albert Kahn de catalogar la huella del hombre en la Tierra… Un
proyecto hercúleo, delirante e imposible, al que se dedicó en cuerpo y alma
entre 1909 y 1931, con la ayuda del geógrafo Jean Bruhnes y una quincena de
fotógrafos y cámaras.
¿Quién era Albert Kahn? ¿Quién conoce hoy su figura? Enriquecido gracias al mercado del
oro y los diamantes, fundador de un banco –ya desaparecido- que llevaba su
nombre, alzado a finales del siglo XIX al rango de la 15ª fortuna de Europa, el crack de 1929 le
abrió, como a tantos otros, las puertas del abismo y le condujo a la más
absoluta ruina. Sin herederos –enamorado desde joven de una de sus primas,
unida a otro hombre, nunca se llegó a casar-, el rastro y el patrimonio de
Albert Kahn probablemente se habrían perdido sin remedio para siempre si antes
no hubiera tenido la precaución de reagrupar todas sus fundaciones en una sola
entidad –que legó a la universidad- y si el entonces Departamento del Sena no
hubiera comprado la finca de Boulogne-Billancourt para convertirla en un museo público.
Hoy, y hasta el próximo 21 de diciembre, una exposición retrospectiva repasa su
fascinante trayectoria.
Nacido en 1860 en Marmoutier (Bajo Rihn), en el seno de la
comunidad judía de Alsacia, los padres de Albert Kahn eran tratantes de ganado,
una familia relativamente acomodada. Cuando éste llegó a París en 1876, con 16
años, en busca de construirse una nueva vida, tenía todavía la nacionalidad
alemana –fruto de la torturada historia de Alsacia, desgarrada entre dos
países- y un fuerte acento extranjero. Después de trabajar en un taller de
confección, entró en el Banco Goudchaux, donde pronto su perspicacia e
intuición para los negocios le hicieron escalar posiciones. Hasta que su éxito
como especulador en bolsa le elevó a la categoría de multimillonario…
Pero para Albert Kahn, como le contaría un día a su amigo y
mentor el filósofo Henri Bergson –quien le animó a retomar los estudios, que
había abandonado-, el éxito en los negocios no constituía su ideal. No, sus
inquietudes iban por otros múltiples caminos, en los que el dinero era el medio
pero no el fin. De vida relativamente austera, a diferencia de otros prohombres
de la alta burguesía, Albert Kahn nunca frecuentó los palcos de la Opera
Garnier –aunque amaba la música de Wagner- ni se convirtió en coleccionista de
arte –aunque fue uno de los principales mecenas del escultor Auguste Rodin-,
sino que, después de haber viajado por todo el planeta, se dedicó
fundamentalmente al objetivo de abrir las mentes de sus contemporáneos a los
nuevos conocimientos –era un hombre fascinado por los avances científicos y
técnicos- y al resto del mundo, con el fin de promover el diálogo y la paz
entre las naciones.
De un modo u otro, la mayor parte de sus iniciativas y sus
fundaciones perseguían estos dos objetivos: las Becas para realizar viajes al
extranjero dirigidas a jóvenes catedráticos, la sociedad de debates Alrededor
del Mundo –un círculo donde se invitaba a intelectuales y personas eminentes de
todos los rincones de la Tierra-, el Comité Nacional de Estudios Sociales y
Políticos –que produjo una ingente cantidad de publicaciones-, el Comité de
Socorro Nacional –para ayudar a los refugiados de la guerra-, el primer centro
francés de Medicina Preventiva –abierto en 1929 en la Universidad de
Estrasburgo-, el Laboratorio de Biología creado con el doctor Jean Comandon,
pionero de la investigación a través de la microfotografía…
Hombre de paz y de diálogo, Albert Kahn vivió como una
tragedia personal el estallido de la Primera Guerra Mundial, en el verano de
1914. Lo mismo que su gran amigo Wilhelm von Schoen, el embajador de Alemania
en París, un pacifista a quien la Historia obligó a entregar, como emisario del
Reich, al Gobierno francés la declaración de guerra de Berlín. Pese a todos sus
esfuerzos, cuando Albert Kahn murió, en 1940, el mundo se había lanzado de
nuevo al suicidio…
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