sábado, 22 de octubre de 2011

Expatriados, abstenerse

El azar del calendario ha querido que, con escasos días de diferencia, aparecieran en mi buzón la invitación de los tres embajadores españoles en París –sí, tres: ante el Estado francés, la Unesco y la OCDE- para celebrar la Fiesta Nacional de España del pasado 12 de octubre y una carta informativa de la Oficina del Censo Electoral sobre las elecciones legislativas del 20-N con una inequívoca invitación… ¡a la abstención!

Expulsados ya de las elecciones municipales, en las que desde este año hemos perdido el  derecho a votar, los expatriados –curiosa palabra ésta, que parece describir una enfermedad- nos enfrentamos ahora a un nuevo método absolutamente disuasorio para ejercer el voto en las legislativas. Antes de la reforma perpetrada en diciembre del 2010, votar desde el extranjero era lo más fácil del mundo: la oficina electoral enviaba a domicilio todos los documentos necesarios –incluidas todas las listas de partidos- y lo único que había que hacer era acercarse a la oficina de correos y enviar el voto.

Ahora, alguna inteligencia sin duda superior ha decidido que era necesario recuperar los viejos hábitos de la más rancia burocracia y complicar con métodos del siglo XIX lo que era extremadamente sencillo. Resultado: con el nuevo sistema, estrenado la pasada primavera, la participación electoral de los expatriados en las elecciones autonómicas del mes de mayo ni siquiera llegó al 4%. Un gran éxito democrático.

Para poder votar, pues, el 20-N hay que solicitarlo antes formalmente –el “voto rogado”, lo llaman- a la autoridad competente. Y adjuntar a la petición cuatro documentos redundantes: la fotocopìa del DNI, la fotocopia del pasaporte -¿por qué de ambos? ¿para descartar de entrada al que tenga uno de los dos caducado?-, un certificado de inscripción en el registro consular –cuando si uno no estuviera ya registrado no podría recibir la primera carta de aviso- y para redondearlo…  ¡un certificado de nacionalidad!

Uno, en su inocente simpleza, pensaba que el DNI y el pasaporte –y más los dos juntos- bastaban para acreditar la nacionalidad. Al menos, en las fronteras así son aceptados. Pero por lo visto son papel mojado. ¿Será, acaso, que la nacionalidad es algo que se pierde con la falta de uso? ¿O es que, tras una larga permanencia en el extranjero, uno se convierte automáticamente en sospechoso del delito de lesa patria? Imagino que si uno además vive en Francia, el problema se agrava. El afrancesamiento, ya se sabe, es algo muy mal visto en nuestro país desde el 2 de mayo de 1808…

Admitámoslo, la sospecha es legítima. Visto desde fuera –todavía más que desde dentro-, nuestro país da muchas veces ganas de llorar. Y no precisamente de añoranza.

Ya puestos, para garantizar que ningún desafecto osa colocar su voto espurio en las urnas, propongo que para las siguientes elecciones se exija a todos los expatriados jurar bandera –la que toque en cada caso, que de eso vamos sobrados- y tatuarse un toro –o un burro- en el hombro. Así, sólo votarán los auténticos patriotas, ¡coño!

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