La ilusión, el entusiasmo, la esperanza que se vivía en Francia durante los meses previos a las elecciones presidenciales del 2007 –así entre los seguidores de Nicolas Sarkozy como entre los de Ségolène Royal- no se ven hoy por ningún lado. “Sarkozy no puede ganar, pero los socialistas pueden perder”, comentaba días atrás un miembro del equipo del secretario general de la UMP, Jean-François Copé, al caracterizar la situación actual. A diferencia de hace cinco años, se votará sin alegría.
El electorado de derechas, decepcionado, ha dado en buena medida la espalda al presidente francés, a quien todos los sondeos –el último, de ayer mismo- vaticinan una derrota electoral como la de Valéry Giscard d’Estaing en 1981. En el campo de la izquierda, la inminencia de un cambio está lejos de generar ilusión. Que François Hollande, con un discurso de rigor económico, aparezca como el favorito de las primarias del PS para designar su candidato al Elíseo es un síntoma del estado de la opinión. Todo el mundo sabe que, gane quien gane, habrá que apretarse el cinturón.
Hasta ahora libre de los vaivenes de los mercados financieros que han vapuleado a los países periféricos de la Unión Europea –España entre ellos-, Francia le ha visto finalmente las orejas al lobo con los ataques que han sufrido desde agosto pasado los tres grandes bancos del país –BNP Paribas, Société Générale y Crédit Agricole-, que les han hecho perder en lo que va de año entre el 42% y el 55% de su valor en bolsa.
Gigante con pies de barro, Francia sabe que puede ser el próximo objetivo de los especuladores de la deuda soberana. Con un déficit público de los más altos entre los grandes de la UE (5,7% previsto a finales de este año) y una deuda abisal de 1,7 billones de euros (el 86,2% del PIB) –cuyos intereses se llevan todo lo que se ingresa por el impuesto de la renta-, el Estado francés se sabe vulnerable. De ahí que Sarkozy haya convertido el mantenimiento de la nota AAA en una causa nacional.
Pese a la gravedad de la situación, lo cierto es que los recortes decididos hasta ahora han sido muy moderados. Nada que ver con lo que ha pasado en España o en el Reino Unido. En Francia, la medida más radical es la supresión el año que viene de 30.400 empleos públicos –la mayoría, 14.000, en el sector de la enseñanza-, resultado de aplicar la norma, decidida ya en 2007, de reemplazar sólo a la mitad de los funcionarios que se jubilen. El mayor esfuerzo, pese a las promesas iniciales de Sarkozy, es de tipo fiscal: el proyecto de presupuestos del Estado para 2012 prevé recaudar 11.200 millones adicionales, a través de la reducción de un 10% de las desgravaciones fiscales existentes, el aumento del IVA sobre las sodas y el impuesto especial sobre los ricos, que gravará con un 3% adicional las rentas superiores a 500.000 euros anuales. Sólo los maestros han salido a la calle a protestar...
Para que todo ello cuadre, sin embargo, será necesario que la economía crezca el año que viene un 1,75%, una cifra modesta pero que hoy se ve bastante lejana. La economía –con un estancamiento del 0% en el segundo trimestre- no acaba de tirar, el paro –del 9,6%- sigue enquistado y la perspectiva futura augura nuevos sacrificios. El modelo francés, apludido incluso por The Economist en el inicio de la crisis por sus cualidades amortiguadoras, no parece que vaya a resistir mucho más tiempo. Sustentado en un Estado hipertrofiado –con 5,1 millones de funcionarios, lo que representa uno de cada cinco asalariados franceses, y un gasto público del 54% de PIB-, quien más quien menos asume que es insostenible en su estado actual. La única incógnita es dónde se recortará y qué tamaño tendrán las tijeras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario