Dos veteranos dirigentes del Partido Socialista francés, François Hollande y Martine Aubry, se disputan el honor -y el reto- de intentar hacer posible el cambio en Francia en unas primarias abiertas y, por ende, imprevisibles. Hollande, ganador de la primera vuelta y favorito de los sondeos, tiene todas las de ganar.
El resultado que Hollande obtuvo hace una semana -39% de los votos-, sumado al de los cuatro aspirantes eliminados -Arnaud Montebourg (17%), Ségolène Royal (7%), Manuel Valls (6%) y Jean-Michel Baylet (1%)–, que le han prestado unánimemente su apoyo, le garantiza aritméticamente la elección en la segunda vuelta que se celebra hoy. Pero todo puede pasar. Nada es seguro.
Muchos de quienes votaron a los otros candidatos pueden no sentirse identificados con la decisión pragmática de sus respectivos líderes -Montebourg y Royal han apostado claramente por Hollande por ir en cabeza- y votar de forma diferente. O bien, quedarse en casa... Los socialistas corren hoy el serio riesgo de movilizar a menos ciudadanos que en la primera vuelta -en que acudieron a las urnas 2,6 millones de franceses, según los datos definitivos-, lo que fragilizaría sin duda la posición del ganador.
Mal le deberían ir las cosas a François Hollande, sin embargo, para que Martine Aubry consiguiera dar la vuelta a la situación. La ventaja que el primero sacó a la segunda hace una semana -casi nueve puntos- lógicamente se ha reducido, pero según el último sondeo se situaría aún hoy en seis puntos: 53% a 47%. La sorpresa parece, pues, improbable.
Si la victoria de Martine Aubry parece una quimera, lo que no es descartable en cambio es que los dos candidatos lleguen a la línea de meta casi codo con codo. Y si algo no deja dormir estos días a los socialistas franceses es este posible escenario, que recordaría amargamente el desastroso desenlace del congreso de Reims, en noviembre de 2008, cuando Martine Aubry se alzó con la primera secretaría del PS por una diferencia mínima de 102 votos frente a Ségolène Royal. El proceso electoral estuvo plagado además, en aquel caso, de numerosas irregularidades y Royal acusó a su rival de haber cometido fraude.
Preocupados por aquel antecedente, los socialistas han puesto en práctica esta vez un exigente sistema de garantías y controles -incluida una autoridad de supervisión independiente- para evitar cualquier sospecha de pucherazo, lo que arruinaría definitivamente el efecto de las primarias ante la opinión pública.
Pero aún sin la sombra del trapicheo, un resultado demasiado ajustado sería enormemente perjudicial para el PS. No sólo porque daría armas a la derecha para cuestionar la legitimidad y popularidad del candidato electo -incapaz de movilizar al electorado de izquierdas detrás de su persona ¿cómo iba a ser capaz de hacerlo con el conjunto de los franceses?-, sino porque además puede desatar de nuevo las guerras fratricidas entre socialistas.
No hay que olvidar que si François Hollande gana hoy, lo hará en contra de la jefa de filas del PS y, también, de los principales barones del partido, de Bertrand Delanoë a Laurent Fabius, de Henri Emmanuelli y Benoît Hamon -líderes del ala izquierda- al chamuscado Dominique Strauss-Kahn, víctima de su propia incapacidad para controlar sus desatadas pulsiones sexuales. Es decir, contra todo el aparato.
“Nicolas Sarkozy no puede ganar, pero los socialistas pueden perder”. Un estrecho colaborador del secretario general de la UMP , Jean-François Copé, subrayaba recientemente con estas palabras, alrededor de un café en un bistró cercano a la Asamblea Nacional , la delicada situación en que se encuentra el presidente de la República , con un nivel de popularidad ínfimo que apenas llega al 30%. Pero también la posibilidad cierta de que el PS despilfarre todas sus bazas gastándolas en querellas internas.
El precedente de 2007 es ilustrativo. Segolène Royal, que sin embargo se había hecho con la nominación con un aplastante 63% de los votos -en aquel caso, sólo de los militantes del PS-, no encontró en su partido el apoyo que cabía esperar y sí, en cambio, constantes palos en las ruedas. Los viejos elefantes socialistas no le perdonaron su insolente independencia y el primer secretario de la época, un tal François Hollande -su compañero sentimental en aquel momento, aunque preparando ya el salto a otra vida, y padre de sus cuatro hijos- tampoco se empleó a fondo.
Royal, pese a reunir 17 millones de votos, perdió ante Sarkozy, sin que sea posible saber hoy hasta qué punto la actuación de su partido fue un lastre decisivo. Cinco años después, en cualquier caso, Hollande -despojado de todo cargo interno y enfundado en la piel del outsider- se enfrenta a los mismos peligros que su ex,
A los mismos peligros, sí, pero no con el mismo viento a favor. Hoy no se perciben en Francia las ganas, el entusiasmo, la esperanza que embargaba hace cinco años tanto a los seguidores de Royal como de Sarkozy. Hoy la decepción y la inquietud son los sentimientos dominantes. Y si de algo se ha beneficiado Hollande es del deseo de los franceses, en estos tiempos de crisis, de tener a un presidente serio, prudente y sobrio, alejado de la impetuosidad y la arrogancia de la que a menudo hace gala Sarkozy. Hollande no desata pasiones, pero transmite seguridad y confianza.
Dominique Strauss-Kahn, ex director del Fondo Monetario Internacional (FMI) y ex ministro de Economía, reunía estas mismas características pero de forma superlativa. Y antes de que tirara por la borda toda su carrera política por ocho minutos de sexo -consentido o no- era el preferido (coqueluche) de los franceses. Con él, la derrota de Sarkozy en las presidenciales del 2012 parecía cosa asegurada. Sus herederos, aún partiendo también con ventaja -según todos los sondeos-, no distancian tanto al jefe del Estado. Y Sarkozy es mucho Sarkozy. Sobre todo en campaña.
Sin la defección de Strauss-Kahn -forzada por su detención en Nueva York acusado de violaciñon-, las cosas serían hoy muy diferentes para el Partido Socialista. Y las elecciones primarias, que casi todo el mundo celebra como un gran avance democrático, habrían quedado privadas de su sustancia, convertidas poco menos que en un plebiscito.
En cualquiera de los casos, no deja de ser una llamativa paradoja que este ejercicio -un medio de fomentar la participación democrática y la renovación política- haya desembocado en una final disputada por la primera secretaria en funciones del partido y su antecesor en el cargo, que ocupó durante once años. Es decir, dos genuinos aparatchik.
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