Nicolas Sarkozy, orgulloso de la complicidad arduamente conseguida al final con Angela Merkel, quiso regalar un día los oídos de la canciller alemana: “Estamos hechos para entendernos. Somos la cabeza y las piernas \[de Europa\]”, le dijo el presidente francés durante un Consejo Europeo reivindicando el histórico eje franco-alemán, que al principio de su mandato había tenido la tentación de subestimar. No menos gentil, pero provocadoramente lúcida, Merkel le respondió con humor: “No Nicolas, tú eres la cabeza y las piernas, yo soy el banco...”.
La anécdota, recogida por Franz-Olivier Giesbert en su libro Monsieur le Président, ilustra con crudeza el desequilibrio –agravado por la crisis económica y financiera– de la pareja que actúa como motor de la Unión Europea. Un motor que The Economist ha descrito irónicamente como “una moto BMW con un sidecar Peugeot”. Alemania tiene la potencia económica que justifica su liderazgo. Francia, menos.
Cuando estalló la crisis griega, a principios de 2010, y empezó a temerse que la crisis de la deuda soberana se extendiera a los países más frágiles de la UE , el resto de los llamados PIIGS –Portugal, Irlanda, Italia y España–, los más pesimistas, o los más clarividentes, empezaron a advertir que la siguiente pieza del dominó en caer sería Francia. Todo parecía en aquel momento muy lejano, Hoy, la pesadilla ya está al lado.
La agencia de notación Moody’s declaró el pasado martes que se daba un plazo de tres meses para decidir si revisaba –a la baja– la perspectiva sobre la calificación francesa, establecida hoy en “Aaa”. El mantenimiento de esta triple A, que equipara a Francia con las economías más solventes del continente –Alemania a la cabeza–, se ha convertido para Nicolas Sarkozy en una “causa nacional”, que podría obligar a adoptar nuevos recortes presupuestarios el año que viene si las cosas se tuercen. Con una deuda descomunal de casi 1,7 billones de euros –el 86,2% del PIB–, para el pago de cuyos intereses no basta la integridad de lo que el Estado francés recauda por el impuesto de la renta, un eventual encarecimiento del crédito tendría una repercusión enorme.
No se trata sólo del volumen de la deuda acumulada lo que inquieta a Moody’s, y lo que convierte a Francia en la economía más frágil de los grandes de Europa. El déficit público, que debería situarse a final de este año en el 5,7% del PIB –para bajar al 4,5% el año que viene–, sigue siendo un problema irresuelto: las cuentas del Estado francés presentan –a diferencia de otros países más endeudados, como Italia– un déficit primario, es decir, que aún descontando la carga de la deuda son deficitarias.
El riesgo de un derrapaje es, en la actual situación de la economía francesa, muy elevado y muy probablemente obligará al Gobierno a apretarse más el cinturón. Las previsiones de reducción del déficit estaban calculadas sobre una hipótesis de crecimiento el año que viene del 1,75%, pero este objetivo ha quedado ya caduco. El propio Ministerio de Economía y Finanzas que dirige François Baroin se daría con un canto en los dientes si no se baja del listón del 1,5%.
En este contexto próximo al estancamiento –el Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos (Insee) ha calculado el crecimiento para los dos últimos trimestres de este año en 0,3% y 0,0%–, Francia presenta además otro desequilibrio de fondo: un déficit comercial que no ha parado de crecer en los últimos años y que es uno de los mayores de la UE –se prevé que llegue a final de año a 65.000 millones de euros, el 4% del PIB–, lo que contrasta fuertemente con el insolente superávit alemán. Francia importa más de lo que exporta.
En estas circunstancias, a poco que Europa fracase de nuevo en su intento de resolver el problema de la deuda griega y frenar el contagio, Francia podría pasar fácilmente a convertirse en una víctima propiciatoria de los mercados financieros. Mala tarjeta de visita para ir de salvador..
Consciente del riesgo que para toda la UE –incluida Francia– suponía el contagio de la crisis griega, Nicolas Sarkozy y su Gobierno se emplearon a fondo desde el primer momento para encontrar una solución radical y rápida. Pero, a lo largo del año 2010 y principios de 2011, sólo consiguieron arrastrar, con grandes penas y dificultades, a una renuente Alemania. No sin cierta amargura, en París existe la convicción de que si Berlín, en lugar de mirarse el ombligo, hubiera reaccionado rápidamente y con determinación cuando estalló el problema, hoy las cosas serían muy diferentes y la zona euro no se enfrentaría al riesgo de una implosión.
La situación ha cambiado desde este verano. Tras los ataques sufridos por los bancos europeos, Alemania parece haber tomado finalmente la iniciativa. Merkel es quien hoy está tirando del carro y forzando la adopción de medidas que chocan con las ideas iniciales de los franceses, como la recapitalzación de los bancos –que París descartaba y ahora asume– o la conversión del Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FESF)en un organismo de garantía y no en un banco como quería Francia. Sarkozy, en aras de la supervivencia de la pareja, no tiene más remedio que seguir y tratar de que el sidecar no se desenganche de la moto. Y, de hecho, no es París quien se ha erigido en el principal obstáculo para un acuerdo, sino Madrid y Roma, a quienes la idea de una garantía parcial sobre su deuda no convence.
En 1918, al término de la Primera Guerra Mundial, una Francia exhausta, con una deuda pública faraónica, fue la que más intransigencia demostró a la hora de exigir que Berlín asumiera en el Tratado de Versalles toda la culpablidad del conflicto y el consecuente pago de reparaciones de guerra. “¡Alemania pagará!”, proclamó Louis-Lucien Klotz, ministro de Finanzas de Clemenceau para apaciguar la angustia de los franceses. Alemania pagó, en efecto: el último cheque –por valor de 95 millones de euros– lo firmó Angela Merkel el 3 de octubre de 2010. “¡Alemania pagará!”, parecen repetir hoy a coro los franceses ante la crisis de la deuda en la zona euro. Y probablemente Alemania, pese a todas las resistencias que ha opuesto, acabará pagando. Porque es la única que puede hacerlo y porque abstenerse podría salirle mucho más caro. Pero será Berlín quien impondrá el método y las reglas. Y la relación de igual a igual que París y Berlín habían mantenido hasta ahora será un espejismo.
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