Hay recuerdos que ensombrecen la memoria. Y el de Maximilien de Robespierre (1758-1794), mito revolucionario en la patria de la Revolución, atormenta todavía hoy, más de doscientos años después de su desaparición, la memoria colectiva de los franceses. Oscurecido por su leyenda negra, que oculta la profunda complejidad del personaje, el Incorruptible ha pasado a encarnar las luces y las sombras de la Revolución, sus conquistas y sus excesos, su tentación autoritaria y su formidable violencia.
Hay demasiada sangre detrás de la figura histórica de Robespierre. Demasiada para merecer una calle en París. Así lo decidió el consejo municipal de la ciudad la semana pasada, al rechazar con los votos sumados de socialistas y conservadores, algo poco frecuente, una propuesta del grupo comunista para incluir al jefe de filas de los jacobinos en el callejero de la capital francesa. “El tema no es consensual”, dio como argumento la primera alcaldesa adjunta, Anne Hidalgo, para justificar el rechazo del grupo socialista a la propuesta, apoyada por un grupo de historiadores en un manifiesto publicado en el diario comunista L'Humanité.
Los defensores de la iniciativa, en particular el concejal Alexis Corbière –del Partido de Izquierda, aliado del PCF–, han insistido en la faceta luminosa de la biografía de Robespierre, el primero que pronunció la leyenda que hoy figura en todos los sellos y escudos de la República: “Libertad, igualdad, fraternidad”. Un revolucionario, sostiene Corbière, “modelado por los ideales de la filosofía de las Luces”, que combatió el esclavismo y el colonialismo, emancipó a los judíos, defendió las libertades públicas y una concepción moral de la acción política... y que, ironías de la historia, fue en sus inicios totalmente hostil a la pena de muerte.
Sucede, sin embargo, que el lado oscuro de Robespierre no es menos cierto, por más que los defensores de su figura pretendan presentarlo como una “caricatura” interesada. El líder jacobino, uno de los miembros más activos del temible y temido Comité de Salud Pública, fue uno de los padres espirituales y ejecutor despiadado del Terror, la sanguinaria política de represión que la Convención desató sobre todos los contrarrevolucionarios, disidentes, críticos o sospechosos de serlo. “La fuerza del gobierno revolucionario es a la vez la Virtud y el Terror. La Virtud sin la cual el Terror es funesto. El Terror sin el cual la Virtud es impotente”, proclamó quien pronto empezó a ser percibido por sus propios camaradas como un dictador en potencia y a quien la nueva historiografía de inspiración conservadora ha señalado –no sin polémica– como el precursor del totalitarismo estalinista.
Entre finales de 1793 y el verano de 1794, el Terror revolucionario elevó la mera sospecha a categoría de prueba ineluctable y condujo a 40.000 personas a la guillotina, antes de que la fría hoja de metal cayera –el 28 de julio de 1794, el 9 Thermidor– sobre el propio verdugo. “¡Monstruo! ¡En nombre de todas las madres yo te maldigo!”, le gritó una mujer cuando era conducido al cadalso.
A falta de una calle o una plaza, por el momento Robespierre tendrá que seguir conformándose con dar su nombre a una modesta estación de la línea 9 del metro parisino. Eso sí, en Montreuil, fuera ya de París...
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