Sesenta y seis años después, la muerte ha dado finalmente alcance a Jorge Semprún, quien yace ya para siempre en el pequeño cementerio de Garentreville, al sur de París, junto a su mujer, Colette. Sesenta y seis años de libertad vigilada desde que regresara a la vida, procedente de las tinieblas del campo de concentración nazi de Buchenwald, cerca de la evocadora ciudad de Weimar, un domingo de abril de 1945. Sesenta y seis años con la muerte pegada al alma. La muerte áspera que él mismo infligió una mañana de otoño antes de caer prisionero. La muerte amarga de sus compañeros de infortunio. La propia muerte. Agazapada. Contumaz. “Yo no evité la muerte, la atravesé”, decía.
Semprún esperó medio siglo para volcar su experiencia en “La escritura o la vida”, soberbio y sobrecogedor relato del horror, retrato vívido de un siglo atravesado por el mal. Sobrevivir exigía, en el momento de la liberación, silencio y distancia. “Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida”, explicó él mismo para justificar ese largo mutismo de cincuenta años. La palabra estaba demasiado cargada de dolor.
Testigo excepcional de un tiempo atormentado, militante insobornable por la libertad y contra todo tipo de totalitarismo, Semprún ya no está entre nosotros. Pero nos quedan sus palabras, nos queda su memoria. Un legado de lectura imperativa.
Las imágenes -duras, afiladas- de la escritura de Semprún golpean el rostro de quien se atreve a asomarse al espanto. El humo anaranjado y el olor –obsesivo- a carne quemada expelido por la chimenea del crematorio del campo. El pavoroso silencio del bosque, huérfano de pájaros. Los ojos de los muertos en sus camastros el día de la liberación, ojos desesperadamente abiertos de par en par en busca de una quimérica esperanza de salvación. Y en medio, una voz de ultratumba expresándose en yiddish. Los cadáveres ambulantes de los supervivientes, más muertos que vivos. Imágenes como puñales…
Y el relato punzante de dos muertes. Dos muertes que este lector no ha podido olvidar.
La primera muerte llega una mañana de otoño de 1943, una soleada y luminosa mañana de otoño en la dulce campiña francesa. El joven Semprún, veinte años apenas, acecha –junto a otro miembro de la Resistencia, Julien- los movimientos de las tropas alemanas junto a un riachuelo en Semur-en-Auxois, cuando aparece un soldado solitario en una motocicleta. Un joven alemán alto, rubio y de hermosa voz. Lo tienen allí, a su alcance, cuando empieza a cantar la versión alemana de La Paloma: “Kommt eine weisse Taube zu Dir geflogen…”. La mera evocación de esta canción de infancia –“Si a tu ventana llega una paloma…”- paraliza a Semprún, quien se siente por unos instantes incapaz de disparar. Sólo unos instantes. Después le dispara, por la espalda. “¡Mierda, mierda, mierda!”, grita fuera de sí, desmoronándose por lo que acaba de hacer. El joven soldado queda boca abajo, muerto, junto al bucólico arroyo. No hay ningún juicio moral en el relato de Semprún, no hay arrepentimiento tampoco. Sólo una infinita tristeza.
La segunda muerte acaece en abril de 1945, pocos días después de que el campo de concentración haya sido liberado por las fuerzas del general Patton. Semprún está a la cabecera de Diego Morales, múltiple superviviente de la Guerra Civil española, la Resistencia y los campos de Auschwitz y Buchenwald… a punto de morir sin embargo –cuando ya acaricia la libertad con la mano- a causa de una vulgar disentería.
- “Morirse así, de cagalera, no hay derecho…”, susurra el moribundo.
Semprún está totalmente de acuerdo. Piensa que es injusto, que la muerte es estúpida por definición. “Tan estúpida como el nacer, por lo menos. Tan pasmosa, igualmente”. E intenta recitarle un poema de César Vallejo. No llega a tiempo, sin embargo:
“Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: ‘¡No mueras, te amo tanto!’.
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo…”
Tan español como francés, amante apasionado de la cultura alemana –lengua que aprendió en la infancia-, a Semprún le incomodaban las eternas preguntas sobre su identidad. Una vez dejó escrito: “Al final, cuando insisten en saber si mi patria es el español o el francés, tengo ganas de contestar: tengo la matrícula 44904 grabada en mi cuerpo desde mi deportación a Buchenwald”. El preso número 44904 no salió del tenebroso pozo del infierno con sed de venganza, sino con hambre de paz. Del mismo modo que del horror que asoló el continente entre 1939 y 1945, nació la voluntad de unidad y reconciliación entre europeos con la que Semprún estuvo siempre firmemente comprometido. Como le dijo en una ocasión a Daniel Cohn-Bendit, el emblemático líder del movimiento de Mayo del 68: “Europa nació en Buchenwald”.
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