domingo, 30 de septiembre de 2012

A contracorriente


No hay que perder de vista a Jacques Attali. Hay personas cuyo pensamiento va siempre unos cuantos pasos por delante de los demás. Visionarios, o extraordinariamente lúcidos, que se atreven a mirar más lejos, a pensar de otro modo, a imaginar lo que nadie osa. Que abren camino y agitan las conciencias. El economista y escritor Jacques Attali, asesor de presidentes –de François Mitterrand a Nicolas Sarkozy- y uno de los intelectuales franceses más influyentes en la actualidad, es una de esas personas.

La última idea de Attali es la creación de una nacionalidad y un pasaporte europeos. Seductora para unos, aberrante o peregrina para otros, la iniciativa pretende atizar el debate sobre la unión política y dar un salto en el proceso de integración europea por la base. Attali imagina una nueva clase de ciudadanos europeos con un régimen legal especial: quienes se apuntaran a esa nueva nacionalidad –sin renegar de la propia-  podrían votar directamente, por sufragio universal, al presidente de la Unión Europea –cargo que sería fusionado con el de presidente de la Comisión- y estarían sometidos a un único régimen fiscal con independencia del país donde libremente eligieran vivir. Nuevos europeos que podrían votar en cualquier país tras diez años de residencia...

Europa está en plena efervescencia. Las ideas, las propuestas, bullen por todas partes. Al borde del abismo, Europa sabe que no puede permitirse el inmovilismo. El statu quo es insostenible. Para sobrevivir, necesita encontrar un nuevo patrón, un nuevo horizonte. El ministro alemán de Economía, Wolfgang Schäuble, europeísta militante, cree que las condiciones actuales pueden inducir un aceleramiento espectacular de la integración europea y que lo que hace unos años, incluso unos meses, parecía inimaginable está hoy al alcance de la mano. Schäuble propugna dar un gran salto adelante, con la cesión de mayores competencias a la UE en detrimento del poder nacional de los Estados, el reforzamiento del Parlamento Europeo y la conversión de la Comisión Europea en un auténtico gobierno, con la elección por sufragio universal de su presidente…

Francia, país fundador y piedra angular de la Unión Europea, ha vivido hasta ahora en la esquizofrenia de ser –junto a Alemania- un motor fundamental de la construcción europea y a la vez un freno. Celosa de su soberanía nacional, apegada a sus glorias pasadas de gran potencia venida a menos, nunca se ha decidido a dar el paso de construir una Europa federal. Berlín le tendió la mano en dos ocasiones, en 1994 en la época de Helmut Kohl y en 1999 con Gerhard Schröder, pero París escondió la suya bajo la manga. Ahora, Angela Merkel ha vuelto a tender la mano. Y puede ser la buena.

En Francia, hoy, las cosas parecen estar más maduras, los espíritus más abiertos. No es que la atávica desconfianza de los franceses hacia la integración europea, que explotó con gran estrépito en el referéndum del 2005, haya desaparecido como por encantamiento. En absoluto. Los últimos sondeos de opinión constatan que el recelo –hacia Bruselas, hacia el euro- sigue vivo en la sociedad francesa, aunque coexiste con una arraigada convicción de que la Unión Europea no tiene marcha atrás, de que fuera no hay alternativa. Desconfiados, aunque prisioneros de un cierto sentimiento de inevitabilidad, los ciudadanos preferirían quedarse como están. Pero si es cierto que los franceses de la calle no quieren, en su mayoría, ir más allá, las élites políticas y económicas están finalmente persuadidas de que ha llegado el momento de hacerlo.

En las últimas semanas, los pronunciamientos a favor de una auténtica unión política europea de tipo federal –el gran sueño de Jean Monnet- han empezado a proliferar en los medios de comunicación franceses. Las voces son diversas, vienen de diferentes ámbitos –Daniel Cohn-Bendit, Bernard-Henri Levy, Alain Minc, François Fillon…-, pero su mensaje es idéntico. Frente a ellos, los euroescépticos, reunidos básicamente en torno a la ultraderecha nacionalista –Frente Nacional y otros- y la extrema izquierda soberanista, intentan resucitar el movimiento del ‘no’ de hace siete años.

En este debate, François Hollande es el gran ausente. Escaldado por el fracaso del proyecto de Constitución Europea –que dividió al Partido Socialista y al electorado de izquierdas-, el presidente francés nada y guarda la ropa. Hijo espiritual y político de Jacques Delors, el europeísmo se le supone, pero no lo exhibe. Prudente y consensual –a veces hasta el exceso-, Hollande prefiere avanzar paso a paso, por la vía de los hechos y de forma pragmática, eludiendo la apertura de un gran debate nacional. Los signos enviados desde el Elíseo son, sin embargo, inequívocamente proeuropeos.

El dilema está sobre la mesa de todos los países europeos. Y en la búsqueda de una salida a la actual crisis económica y  política, una nítida frontera se va dibujando entre quienes apuestan por un futuro más ambicioso, más grande, y quienes se repliegan sobre sí mismos. Entre quienes aspiran a una verdadera unión política europea, determinados a ceder soberanía al conjunto para ganar peso en el mundo –“La auténtica soberanía es la que se comparte”, dijo una vez Sarkozy-, y quienes se aferran a sus unívocas identidades nacionales, celosos de un poder que la mundialización está rompiendo en pedazos y convencidos de que solos sí pueden salvarse. Espoleados, exacerbados por la crisis, dos movimientos contrarios, dos visiones opuestas, se enfrentan hoy en Europa.

Lo que está sucediendo hoy en Catalunya no es en absoluto ajeno a este pulso. La súbita radicalización política de una parte importante –aparentemente mayoritaria- de la sociedad catalana y su adhesión a las -hasta hace poco minoritarias- tesis independentistas se enmarca en el mismo fenómeno y no se explica al margen de la crisis, que ha actuado como detonante y acicate. El crecimiento del movimiento independentista en Catalunya, más allá de sus particularidades, se inscribe en una dinámica general de ascenso de las fuerzas centrífugas en todo el continente. Los discursos vagamente europeístas de los nacionalistas catalanes no deberían enmascarar la realidad de que sus tesis soberanistas entran flagrantemente en contradicción con el proyecto europeo. Que se reivindique la soberanía fiscal invocando a Europa, justo cuando la UE va por el camino contrario, no es la menor de las paradojas.

Artur Mas puso crudamente de relieve esta contradicción cuando afirmó en Madrid que “la España del norte se ha cansado de la España del sur, como la Europa del norte se ha cansado también de la Europa del sur”. Cansado de pagar, se sobreentiende. La estrategia de los nacionalistas catalanes en estos últimos años ha sido precisamente colocar la cuestión económica en la primera línea del debate político, centrándolo en el presunto “expolio” de Catalunya a manos de España. Al apelar antes al bolsillo de los ciudadanos que a sus sentimientos identitarios buscaban así atraer a su causa a la parte de la población de Catalunya sentimentalmente más vinculada a España. Desde este punto de vista, y con la inestimable ayuda de la crisis, su estrategia ha sido todo un éxito. Como dirían los franceses –y no es una ironía-, se ha revelado una apuesta “payante” (literalmente, rentable). Una parte de las nuevas adhesiones a la independencia, en efecto, lo son fundamentalmente por motivos económicos. No hay más que fijarse en la última encuesta de La Vanguardia: en un hipotético referéndum por la independencia, el sí ganaría hoy ampliamente por 54,8% a 33,5%; ahora bien, en el caso de que Catalunya viera satisfechas sus reivindicaciones de establecer un nuevo Pacto Fiscal –ese gran proyecto apresuradamente enterrado por Artur Mas y Mariano Rajoy en dos horas-, la proporción de noes –esto es, de votos a favor de la permanencia en España- ascendería al 44,8%, muy cerca del 47,7% de los independentistas.

Al utilizar la analogía con la Europa del norte, el presidente de la Generalitat buscaba sin duda situarse a la misma altura moral que la canciller Angela Merkel cuando condiciona la solidaridad financiera de Alemania a la disciplina y el rigor presupuestario de sus socios del sur (Catalunya incluida por cierto). Pero sus palabras en realidad le acercaban más bien a las tesis de la Liga Norte italiana de Umberto Bossi, la derecha populista holandesa de Geert Wilders, los nacionalistas flamencos de Bart De Weber o los Auténticos Finlandeses de Timo Soini, fuerzas que al grito de “las hormigas no quieren seguir pagando a las cigarras” han hecho del egoísmo fiscal una bandera política. Y que, consecuentemente, son activamente antieuropeístas.

En una Europa comprometida en un proceso de una mayor integración política, económica, presupuestaria y fiscal, dispuesta a establecer nuevos mecanismos de solidaridad financiera entre los países miembros, el discurso actual de los nacionalistas catalanes va totalmente a contracorriente y le será muy difícil obtener complicidades.

Las primeras observaciones –severas- con Catalunya ya han empezado a aparecer. “Los europeos deberían estar muy atentos a este debate, porque está en juego el futuro mismo de la construcción europea”, escribía días atrás en Le Figaro el historiador francés Benoît Pellistrandi al abordar la crisis política catalana. Y concluía: “Europa sólo tiene sentido si las naciones que la componen son solidarias (…) Lo que los catalanes nos enseñan es que otro movimiento subterráneo, un nacionalismo estrecho y populista, amenaza los cimientos de la construcción europea en el momento mismo en que debe luchar para salvar su pilar monetario. Decididamente, la Europa del sur da mucha guerra a sus socios y demuestra una ligereza política que podría penalizarla”.

Mucho menos áspero, más comprensivo –aunque no menos perplejo-, el eurodiputado ecologista franco-alemán Daniel Cohn-Bendit, mítico líder de Mayo del 68 y un ferviente europeísta, viajó recientemente a Barcelona para proclamar que “el Estado nación está acabado” y “no hay soluciones nacionales” para afrontar la crisis y los retos del nuevo mundo de la globalización. “Dentro de treinta años, ningún gran Estado europeo estará representado en el G-8 –argumentó repetidamente durante su estancia en la capital catalana-. O reforzamos Europa y nuestra soberanía no reside ya en los Estados, sino en Europa, o serán los mercados los únicos que tendrán soberanía sobre nosotros, también sobre Catalunya. Más vale dejar de soñar”. Predicador en el desierto, Cohn-Bendit fue a proclamar una nueva Europa y sólo oyó la palabra nación. Fue a defender la interdependencia y le contestaron con la independencia. Fue a hablar del siglo XXI y se encontró con los espectros del siglo XIX. Antes de marcharse, dejó una seria advertencia: “Cada ser humano es único y cada identidad es plural, y de ninguna manera unívoca como desearían creer los nacionalistas. Intentad encerrar a los individuos en búnkeres étnicos y crearéis el odio y la violencia”.




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