No hay que perder de vista a Jacques Attali. Hay personas
cuyo pensamiento va siempre unos cuantos pasos por delante de los demás.
Visionarios, o extraordinariamente lúcidos, que se atreven a mirar más lejos, a
pensar de otro modo, a imaginar lo que nadie osa. Que abren camino y agitan las
conciencias. El economista y escritor Jacques Attali, asesor de presidentes –de
François Mitterrand a Nicolas Sarkozy- y uno de los intelectuales franceses más
influyentes en la actualidad, es una de esas personas.
La última idea de Attali es la creación de una nacionalidad
y un pasaporte europeos. Seductora para unos, aberrante o peregrina para otros,
la iniciativa pretende atizar el debate sobre la unión política y dar un salto
en el proceso de integración europea por la base. Attali imagina una nueva
clase de ciudadanos europeos con un régimen legal especial: quienes se
apuntaran a esa nueva nacionalidad –sin renegar de la propia- podrían votar directamente, por sufragio
universal, al presidente de la Unión Europea –cargo que sería fusionado con el
de presidente de la Comisión- y estarían sometidos a un único régimen fiscal
con independencia del país donde libremente eligieran vivir. Nuevos europeos
que podrían votar en cualquier país tras diez años de residencia...
Europa está en plena efervescencia. Las ideas, las
propuestas, bullen por todas partes. Al borde del abismo, Europa sabe que no
puede permitirse el inmovilismo. El statu quo es insostenible. Para sobrevivir,
necesita encontrar un nuevo patrón, un nuevo horizonte. El ministro alemán de
Economía, Wolfgang Schäuble, europeísta militante, cree que las condiciones
actuales pueden inducir un aceleramiento espectacular de la integración europea
y que lo que hace unos años, incluso unos meses, parecía inimaginable está hoy
al alcance de la mano. Schäuble propugna dar un gran salto adelante, con la
cesión de mayores competencias a la UE en detrimento del poder nacional de los
Estados, el reforzamiento del Parlamento Europeo y la conversión de la Comisión
Europea en un auténtico gobierno, con la elección por sufragio universal de su
presidente…
Francia, país fundador y piedra angular de la Unión Europea,
ha vivido hasta ahora en la esquizofrenia de ser –junto a Alemania- un motor
fundamental de la construcción europea y a la vez un freno. Celosa de su
soberanía nacional, apegada a sus glorias pasadas de gran potencia venida a
menos, nunca se ha decidido a dar el paso de construir una Europa federal. Berlín
le tendió la mano en dos ocasiones, en 1994 en la época de Helmut Kohl y en
1999 con Gerhard Schröder, pero París escondió la suya bajo la manga. Ahora,
Angela Merkel ha vuelto a tender la mano. Y puede ser la buena.
En Francia, hoy, las cosas parecen estar más maduras, los
espíritus más abiertos. No es que la atávica desconfianza de los franceses
hacia la integración europea, que explotó con gran estrépito en el referéndum
del 2005, haya desaparecido como por encantamiento. En absoluto. Los últimos
sondeos de opinión constatan que el recelo –hacia Bruselas, hacia el euro-
sigue vivo en la sociedad francesa, aunque coexiste con una arraigada
convicción de que la Unión Europea no tiene marcha atrás, de que fuera no hay
alternativa. Desconfiados, aunque prisioneros de un cierto sentimiento de
inevitabilidad, los ciudadanos preferirían quedarse como están. Pero si es
cierto que los franceses de la calle no quieren, en su mayoría, ir más allá,
las élites políticas y económicas están finalmente persuadidas de que ha
llegado el momento de hacerlo.
En las últimas semanas, los pronunciamientos a favor de una
auténtica unión política europea de tipo federal –el gran sueño de Jean Monnet-
han empezado a proliferar en los medios de comunicación franceses. Las voces
son diversas, vienen de diferentes ámbitos –Daniel Cohn-Bendit, Bernard-Henri
Levy, Alain Minc, François Fillon…-, pero su mensaje es idéntico. Frente a
ellos, los euroescépticos, reunidos básicamente en torno a la ultraderecha
nacionalista –Frente Nacional y otros- y la extrema izquierda soberanista, intentan
resucitar el movimiento del ‘no’ de hace siete años.
En este debate, François Hollande es el gran ausente.
Escaldado por el fracaso del proyecto de Constitución Europea –que dividió al
Partido Socialista y al electorado de izquierdas-, el presidente francés nada y
guarda la ropa. Hijo espiritual y político de Jacques Delors, el europeísmo se
le supone, pero no lo exhibe. Prudente y consensual –a veces hasta el exceso-,
Hollande prefiere avanzar paso a paso, por la vía de los hechos y de forma pragmática,
eludiendo la apertura de un gran debate nacional. Los signos enviados desde el
Elíseo son, sin embargo, inequívocamente proeuropeos.
El dilema está sobre la mesa de todos los países europeos. Y
en la búsqueda de una salida a la actual crisis económica y política, una nítida frontera se va dibujando
entre quienes apuestan por un futuro más ambicioso, más grande, y quienes se
repliegan sobre sí mismos. Entre quienes aspiran a una verdadera unión política
europea, determinados a ceder soberanía al conjunto para ganar peso en el mundo
–“La auténtica soberanía es la que se comparte”, dijo una vez Sarkozy-, y
quienes se aferran a sus unívocas identidades nacionales, celosos de un poder
que la mundialización está rompiendo en pedazos y convencidos de que solos sí pueden
salvarse. Espoleados, exacerbados por la crisis, dos movimientos contrarios,
dos visiones opuestas, se enfrentan hoy en Europa.
Lo que está sucediendo hoy en Catalunya no es en absoluto
ajeno a este pulso. La súbita radicalización política de una parte importante –aparentemente
mayoritaria- de la sociedad catalana y su adhesión a las -hasta hace poco
minoritarias- tesis independentistas se enmarca en el mismo fenómeno y no se
explica al margen de la crisis, que ha actuado como detonante y acicate. El crecimiento
del movimiento independentista en Catalunya, más allá de sus particularidades, se
inscribe en una dinámica general de ascenso de las fuerzas centrífugas en todo
el continente. Los discursos vagamente europeístas de los nacionalistas catalanes
no deberían enmascarar la realidad de que sus tesis soberanistas entran
flagrantemente en contradicción con el proyecto europeo. Que se reivindique la
soberanía fiscal invocando a Europa, justo cuando la UE va por el camino
contrario, no es la menor de las paradojas.
Artur Mas puso crudamente de relieve esta contradicción
cuando afirmó en Madrid que “la España del norte se ha cansado de la España del
sur, como la Europa del norte se ha cansado también de la Europa del sur”. Cansado
de pagar, se sobreentiende. La estrategia de los nacionalistas catalanes en
estos últimos años ha sido precisamente colocar la cuestión económica en la
primera línea del debate político, centrándolo en el presunto “expolio” de
Catalunya a manos de España. Al apelar antes al bolsillo de los ciudadanos que a
sus sentimientos identitarios buscaban así atraer a su causa a la parte de la
población de Catalunya sentimentalmente más vinculada a España. Desde este
punto de vista, y con la inestimable ayuda de la crisis, su estrategia ha sido
todo un éxito. Como dirían los franceses –y no es una ironía-, se ha revelado
una apuesta “payante” (literalmente, rentable). Una parte de las nuevas
adhesiones a la independencia, en efecto, lo son fundamentalmente por motivos
económicos. No hay más que fijarse en la última encuesta de La Vanguardia: en
un hipotético referéndum por la independencia, el sí ganaría hoy ampliamente
por 54,8% a 33,5%; ahora bien, en el caso de que Catalunya viera satisfechas
sus reivindicaciones de establecer un nuevo Pacto Fiscal –ese gran proyecto
apresuradamente enterrado por Artur Mas y Mariano Rajoy en dos horas-, la
proporción de noes –esto es, de votos a favor de la permanencia en España-
ascendería al 44,8%, muy cerca del 47,7% de los independentistas.
Al utilizar la analogía con la Europa del norte, el presidente
de la Generalitat buscaba sin duda situarse a la misma altura moral que la
canciller Angela Merkel cuando condiciona la solidaridad financiera de Alemania
a la disciplina y el rigor presupuestario de sus socios del sur (Catalunya
incluida por cierto). Pero sus palabras en realidad le acercaban más bien a las
tesis de la Liga Norte italiana de Umberto Bossi, la derecha populista
holandesa de Geert Wilders, los nacionalistas flamencos de Bart De Weber o los
Auténticos Finlandeses de Timo Soini, fuerzas que al grito de “las hormigas no
quieren seguir pagando a las cigarras” han hecho del egoísmo fiscal una bandera
política. Y que, consecuentemente, son activamente antieuropeístas.
En una Europa comprometida en un proceso de una mayor
integración política, económica, presupuestaria y fiscal, dispuesta a
establecer nuevos mecanismos de solidaridad financiera entre los países
miembros, el discurso actual de los nacionalistas catalanes va totalmente a
contracorriente y le será muy difícil obtener complicidades.
Las primeras observaciones –severas- con Catalunya ya han
empezado a aparecer. “Los europeos deberían estar muy atentos a este debate,
porque está en juego el futuro mismo de la construcción europea”, escribía días
atrás en Le Figaro el historiador francés Benoît Pellistrandi al abordar la
crisis política catalana. Y concluía: “Europa sólo tiene sentido si las
naciones que la componen son solidarias (…) Lo que los catalanes nos enseñan es
que otro movimiento subterráneo, un nacionalismo estrecho y populista, amenaza
los cimientos de la construcción europea en el momento mismo en que debe luchar
para salvar su pilar monetario. Decididamente, la Europa del sur da mucha
guerra a sus socios y demuestra una ligereza política que podría penalizarla”.
Mucho menos áspero, más comprensivo –aunque no menos
perplejo-, el eurodiputado ecologista franco-alemán Daniel Cohn-Bendit, mítico
líder de Mayo del 68 y un ferviente europeísta, viajó recientemente a Barcelona
para proclamar que “el Estado nación está acabado” y “no hay soluciones
nacionales” para afrontar la crisis y los retos del nuevo mundo de la globalización.
“Dentro de treinta años, ningún gran Estado europeo estará representado en el
G-8 –argumentó repetidamente durante su estancia en la capital catalana-. O
reforzamos Europa y nuestra soberanía no reside ya en los Estados, sino en
Europa, o serán los mercados los únicos que tendrán soberanía sobre nosotros,
también sobre Catalunya. Más vale dejar de soñar”. Predicador en el desierto,
Cohn-Bendit fue a proclamar una nueva Europa y sólo oyó la palabra nación. Fue
a defender la interdependencia y le contestaron con la independencia. Fue a
hablar del siglo XXI y se encontró con los espectros del siglo XIX. Antes de
marcharse, dejó una seria advertencia: “Cada ser humano es único y cada
identidad es plural, y de ninguna manera unívoca como desearían creer los
nacionalistas. Intentad encerrar a los individuos en búnkeres étnicos y
crearéis el odio y la violencia”.