Nicolas Sarkozy saboreaba este éxito cuando, el pasado 1 de septiembre, en el mismo salón Napoleón III del Elíseo donde el 19 de marzo había declarado la guerra, anunció al mundo el acuerdo de la comunidad internacional para respaldar al nuevo poder surgido en Libia tras la caída del coronel Muamar el Gadafi. Su apuesta, abiertamente puesta en entredicho durante los meses en que la intervención militar parecía penosamente empantanada en las arenas el desierto, se había revelado acertada.
En el Quai d’Orsay la satisfacción es tan contenida como intensa. La intervención militar en Libia –limitada por razones políticas a una campaña aérea- no sólo ha permitido acabar con Gadafi y abrir el camino de una transición democrática en Libia, sin una sola baja propia y reduciendo al mínimo las víctimas civiles, sino que ha alumbrado un nuevo equilibrio internacional en el que Francia tiene un papel relevante.
“La intervención en Libia ha demostrado que Europa puede asumir el liderazgo en una operación internacional y que la OTAN, en la que Francia vuelve a estar integrada a todos los niveles, es un excelente instrumento para asegurar la coordinación”, valora al respecto un alto diplomático del Ministerio de Asuntos Exteriores francés.
Al igual que en 2008, cuando el largo periodo de traspaso de poderes en la Casa Blanca dejó en bandeja a Sarkozy –entonces, presidente de turno de la Unión Europea- la oportunidad de liderar la respuesta internacional a la crisis financiera, en el caso de Libia ha sido nuevamente la inhibición de Washington, fruto de la doctrina del liderazgo en la sombra (Leading from behind) de Barack Obama, la que ha permitido a París volver a situarse en primera línea.
Pese la incredulidad inicial de muchos observadores, el liderazgo de la intervención en Libia acabó recayendo enseguida en Francia y el Reino Unido, después de que los norteamericanos, tras una participación activa en los primeros días de la operación, se retiraran. No sólo el liderazgo, también el peso de la intervención descansó en franceses y británicos, “los únicos con capacidad militar suficiente”, subraya la misma fuente, para quien el caso libio ha puesto crudamente de manifiesto las “carencias” europeas en materia de defensa.
La experiencia, según reivindicó el propio Sarkozy en un acto de homenaje a las víctimas del 11-S en la embajada de Estados Unidos en París el pasado viernes, es un aval para su controvertida decisión de reincorporar a Francia en el mando militar integrado de la OTAN, por cuanto demuestra que no sólo no resulta perjudicial para el proyecto de una defensa europea, sino que –por el contrario- puede contribuir a redinamizarlo.
El caso de Libia, por otro lado, parece consolidar en el seno de la Unión Europea una doble pareja rectora, un doble motor: el eje franco-alemán en el terreno político-económico y el eje franco-británico en el terreno político-militar. Un esquema dual que reserva a París un lugar central en Europa pero que no está exento de fricciones, como demostró la tensión generada entre París y Berlín a causa de la crisis libia.
Este doble equilibrio conviene perfectamente a Sarkozy, que desde el inicio de su mandato en 2007 se propuso diversificar su política de alianzas y reforzar sus vínculos con Londres. Pero no lo forzará hasta el punto de poner en peligro el eje París-Berlín, que ha tenido que admitir como irreemplazable. Como decía el general De Gaulle: “Europa son Alemania y Francia, los demás son la guanición”.
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