Una intensa emoción
embargó, el lunes 7 de abril, a las 30.000 personas que abarrotaban el
estadio Amaharo, en Kigali, la capital de Ruanda, para conmemorar el 20º
aniversario del genocidio que en un mes acabó con la vida de 800.000 personas
–la mayoría, tutsis– a manos del ejército y las milicias extremistas hutus. El
secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, siete jefes de Estado africanos y representantes
oficiales de una treintena de países acudieron a la cita. Pero no había ninguna
autoridad francesa. El Gobierno galo, ofendido por las acusaciones lanzadas por
el régimen de Kigali sobre su presunta participación en las masacres, suspendió
la presencia de la ministra de Justicia, Christiane Taubira. Y las autoridades
ruandesas vetaron la presencia del embajador francés, Michel Flesch. El
incidente refleja la tensión soterrada que enfrenta desde hace dos décadas a
París y Kigali –a pesar de los periódicos intentos de reconciliación–, pero
sobre todo pone de relieve uno de los aspectos más oscuros de la política
exterior de Francia, cuyo papel en la tragedia ruandesa es cuando menos harto
equívoco.
El presidente de Ruanda, el tutsi Paul Kagame, antiguo líder
del Frente Patriótico Ruandés (FPR), que se hizo con el poder en julio de 1994,
acusó a Francia en vísperas de la conmemoración de haber participado
activamente en el genocidio. No era la primera vez. Y en los actos oficiales,
insistió implícitamente en ello: “Ningún país es lo bastante poderoso –incluso
si cree serlo– para cambiar los hechos”, dijo.
En Francia, la indignación ha sido descriptible. Unos y
otros, sin distinción política, se han sucedido a la hora de expresar su airada
protesta. “Yo no acepto acusaciones injustas e indignas”, se quejó el nuevo
primer ministro, Manuel Valls. La derecha como la izquierda están comprometidas
en este asunto, pues en el momento de los hechos había un gobierno de
cohabitación, con el socialista François Mitterrand en el Elíseo y el
conservador Édouard Balladur en Matignon. Y si las acusaciones de Kagame contra
París pueden parecer exageradas, la actuación francesa en Ruanda está lejos de
ser diáfana.
Ruanda nunca fue una colonia francesa, nunca formó parte de
la 'Françafrique'. La potencia colonial originalmente
responsable de haber consolidado y acentuado, bajo su dominio, las divisiones
raciales entre hutus y tutsis fue Bélgica, que dejó un rastro nefasto en
África, especialmente en el Congo. Pero en los años noventa, la única potencia
europea con una presencia activa en el país de las Mil Colinas era Francia.
Durante cuatro años, a partir de 1990, París se convirtió en
el principal sostén político y militar del régimen del presidente hutu Juvénal
Habyarimana frente a los ataques de la guerrilla del FPR desde la vecina
Uganda. Su interés era frenar un supuesto avance de la influencia anglosajona
–y particularmente norteamericana– en el centro de África. “¡Lástima que los
belgas no hayan sido todos flamencos, eso nos hubiera evitado tener que
defender la francofonía!”, bromeó en una ocasión Mitterrand, según ha explicado
en Le Nouvel Observateur quien en aquel entonces fuera
director de gabinete de Pierre Joxe en el Ministerio de Defensa, François
Nicollaud.
Francia presionó –siempre muy moderadamente– al presidente
Habyarimana para que aceptara una apertura del régimen y se aviniera a un
acuerdo con los opositores tutsis. Y nunca mostró mucho entusiasmo con los
términos del acuerdo alcanzado en la ciudad tanzana de Arusha, que consideraba
demasiado beneficioso para el FPR tutsi. París tenía claro de qué lado estaba y
eso se vería pronto, en el momento en que los acontecimientos se precipitaron
trágicamente.
El 6 de abril de 1994, el avión en el que el presidente
Habyarimana regresaba a Kigali tras firmar el acuerdo de paz fue abatido por un
misil, presuntamente lanzado por los partidarios de la línea dura del régimen.
El atentado marcó el inicio del genocidio, meticulosamente preparado. En aquel
momento, la presencia militar francesa –centrada en tareas de asesoramiento y
formación– era mínima y no tenía capacidad para frenar las masacres. Los cascos
azules de la ONU, impotentes, se acabaron marchando...
Pero si los franceses hicieron algo fue proteger a la
familia del presidente asesinado y a los principales dignatarios del régimen y
del Gobierno hutu, que hallaron refugio en la embajada de Francia. Y cuando, el
22 de junio, París envió bajo mandato de la ONU a 2.500 soldados en misión humanitaria
–la denominada Operación Turquesa– esta ambigüedad se mantuvo. Francia asegura
que su intervención permitió salvar miles de vidas. Aunque en Bisesero, su
tardanza en intervenir –tres días– dejó a miles de tutsis a merced de sus
verdugos, que los masacraron... Por otro lado, diversos testimonios sostienen
que el ejército francés siguió amparando a los radicales hutus –a quienes en
ingun momento detuvo ni desarmó–, facilitando su huida hacia la actual
República Democrática del Congo. Mientras, un ex gendarme, el capitán Paul
Barril –antiguo responsable de la célula terrorista del Elíseo–, se encargaba
de suministrar armas, aparentemente por su cuenta, al régimen genocida...
Veinte años después aún hay muchas preguntas sin respuesta.
Primera condena en Francia
El pasado miércoles, la policía francesa detuvo y encarceló
por orden judicial a un ciudadano franco-ruandés, Claude Muhayimana –quien
obtuvo la nacionalidad francesa en el 2010–, por su presunta implicación en las
matanzas de abril de 1994 en Ruanda. Se da la circunstancia de que el Tribunal
de Casación había rechazado en su día su extradición, solicitada por las
autoridades de Kigali. Otro sospechoso de participar en el genocidio, el médico
Charles Twagira, fue procesado el pasado mes de marzo por este motivo. En este
momento, hay 27 encausados. Hasta ahora, sin embargo, la justicia francesa no
ha sido muy activa en este asunto. La primera y hasta ahora única condena se
produjo el pasado 14 de marzo, cuando la Audiencia de París impuso una pena de
25 años de cárcel a un antiguo capitán de la guardia presidencial truandesa,
Pascal Simbikangwa, por genocidio.
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