sábado, 12 de abril de 2014

Mucho más que una torre

Cuando uno se apellida Eiffel puede ser cualquier cosa menos ingeniero. El peso de la fama de Gustave Eiffel, que dejó una huella imborrable con su célebre torre –emblema de París y de Francia– y sus innovaciones en muchos otros ámbitos, algunos poco conocidos, puede aplastar a cualquiera. Sólo uno de sus nietos, –ya desaparecido– probó suerte. Nadie más en la familia siguió ese camino de espinas. Philippe Coupérie-Eiffel, de 62 años, tataranieto del gran hombre, tampoco. Cría caballos y produce vino en la región de Burdeos. Y en los últimos años se ha propuesto erigirse en guardián de la memoria de su antepasado, a la que ha dedicado un magnífico libro de gran formato con fotos, croquis y documentos inéditos bajo el declarativo título “Eiffel por Eiffel”.

“Yo soy el único de mi generación –explica– en haber mantenido una relación directa, estrecha, con una de las hijas de Gustav Eiffel, mi bisabuela Valentine”. Fue a través de ella que Philippe Coupérie-Eiffel se sumergió en la historia familiar y heredó las memorias –el “testamento moral”, lo llama– escritas por el genio, que en cinco tomos relató su aventura personal e industrial. “Eiffel no se resume en una torre”, alega categórico. Y se ha propuesto explicarlo al mundo.

Gustav Eiffel (Dijon 1832, París 1923) no fue un buen estudiante y, en su momento, fue rechazado su ingreso en la selecta Escuela Politécnica (lo que le condujo a estudiar en la Escuela Central). Pero su capacidad, como el tiempo se encargaría de demostrar ampliamente, era en realidad infinitamente superior a la media. Eiffel tenía 26 años cuando construyó su primera gran obra, el puente metálico del ferrocarril en Burdeos –por cuenta de Charles Nepveu–, a la que seguirían muchas otras, realizadas ya a través de su propia empresa, creada en 1864, cuya fábrica instaló en Levallois-Perret, en la periferia oeste de París, junto al Sena.

El puente de Oporto sobre el Duero, el viaducto de Garabit (Cantal), la estación de tren de Budapest, el armazón de hierro de la Estatua de la Libertad, en Nueva York... son acaso sus obras más conocidas. Pero los puentes de Eiffel, realizados con piezas prefabricadas –“Había un puente portátil, desmontable, de 25 metros que se entregaba en un kit y podía ser montado con una decena de obreros”, explica su tataranieto–, se encuentran en todo el mundo, desde Asia –donde hay 124 sólo en la línea férrea de Yunnan, en China–, a América Latina, donde también vendió iglesias de hierro forjado...

Ingeniero audaz e inventivo, además de empresario avisado, Gustav Eiffel tenía ya un nombre reconocido y respetado cuando presentó su propio proyecto –iniciado por dos de sus colaboradores– para la gran torre de 300 metros de altura que debía coronar la Exposición Internacional de París de 1889. “Donde otros decían que no, que no era posible, él siempre decía que sí”, subraya Philippe Coupérie-Eiffel. Su proyecto, como es sabido de todo el mundo, ganó el concurso y Eiffel obtuvo la adjudicación de la obra y de la explotación del monumento durante veinte años. “Eiffel pagó el 85% de lo que costó levantar la torre con su propio dinero, la subvención cubrió sólo una pequeña parte”, recuerda su descendiente. Inversión que recuperó sin problemas, dado el éxito de visitantes que tuvo. Sólo durante la duración de la exposición se recaudaron seis millones de francos, cuando el coste total se había acercado a los ocho millones.

Las obras, que duraron dos años y dos meses, se enfrentaron a peliagudos problemas técnicos, principalmente a causa de la presencia de agua en el subsuelo. Pero lo más duro fue la feroz campaña que lanzó en 1887 un grupo de artistas, encabezado por Guy de Maupassant, contra el proyecto, que consideraban una aberración estética. “Yo creo que mi torre será bella”, les respondió Eiffel en una carta, en la que les instaba a juzgarla cuando estuviera construida. “El primer principio de la estética arquitectónica es que las líneas esenciales de un monumento estén determinadas por la perfecta adecuación a su propósito. ¿Cuál es la principal condición que yo he debido tener en cuenta en la construcción de mi torre? La resistencia al viento. Pues, bien, estoy convencido de que las curvas de las cuatro espinas del monumento, tal como el cálculo me ha indicado trazarlas, darán la impresión de belleza, pues materializarán la audacia de mi concepción”, escribió el ingeniero. Pocos, muy pocos, se lo discutirían hoy.

Si Gustave Eiffel viera ahora la enorme cantidad de objetos que se comercializan con la imagen de la torre que lleva su nombre –empezando por los llaveros de latón de los vendedores ambulante y acabando por los lujosos complementos de moda– seguramente sonreiría, pero en ningún caso se sorprendería, pues él mismo avanzó ya en la época los beneficios del márketing y ató en el contrato la venta de productos derivados de la torre. “Era también un hombre de negocios”, constata Philippe Coupérie-Eiffel.

Después de semejante proeza, otro se hubiera retirado. Pero no Gustave Eiffel, que aún antes de acabar la torre ya empezó a trabajar en otros proyectos. Llamado al rescate por Ferdinand de Lesseps para abordar la difícil obra del Canal de Panamá –en la que se había empantanado por su pretensión de abrir un canal a nivel–, el ingeniero concibió la construcción de un centenar de esclusas. Si el canal es hoy lo que es, se le debe también a Eiffel, quien sin embargo salió escaldado del proyecto: la quiebra de la sociedad constructora dio lugar a un escándalo político-financiero que condujo en 1893 a Eiffel, junto a otros, al banco de los acusados. Y aunque salió absuelto, decidió retirarse definitivamente de los negocios: abandonó su participación en la empresa y retiró de ella su nombre. “Lo de Panamá marcó a toda la familia, todavía hoy hablar de ello es un tabú”, explica Coupérie-Eiffel.

El célebre ingeniero se dedicó entonces en cuerpo y alma a la ciencia. Aunque menos conocidos por el gran público, sus trabajos en este terreno fueron asimismo remarcables. Fundamentalmente en el ámbito de la meteorología y la aerodinámica. En este último campo, a Eiffel se debe el prototipo del primer avión monoplano con las alas situadas bajo el fuselaje, así como otros avances –si así se les puede llamar– en el terreno militar, como el sistema de sujeción de las bombas bajo la carlinga en los cazas... En el número 67 de la calle de Boileau, en el parisino barrio de Auteuil, sigue todavía hoy abierto y en funcionamiento el Laboratorio Aerodinámico Eiffel, con el túnel aerodinámico concebido en 1912 por el célebre ingeniero incluido.

Entre caballos y viñedos, Philippe Coupérie-Eiffel vivía completamente ajeno al mundo de la industria y la construcción cuando, en el 2006, el poderoso grupo Eiffage –que se consideraba heredero de la antigua sociedad de Levallois-Perret– le demandó por utilizar la marca “Eiffel” en sus vinos. El pleito duró casi seis años y la justicia acabó dando la razón al tataranieto, libre ahora de utilizar su apellido. No en vano –según demostró un viejo documento– Eiffel pagó 700.000 francos en 1893 para retirar su nombre de la empresa... Ahora, Eiffel ya no es sólo un patronímico. Es también una marca.



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