Cuando uno se
apellida Eiffel puede ser cualquier cosa menos ingeniero. El peso de la fama de
Gustave Eiffel, que dejó una huella imborrable con su célebre torre –emblema de
París y de Francia– y sus innovaciones en muchos otros ámbitos, algunos poco
conocidos, puede aplastar a cualquiera. Sólo uno de sus nietos, –ya
desaparecido– probó suerte. Nadie más en la familia siguió ese camino de
espinas. Philippe Coupérie-Eiffel, de 62 años, tataranieto del gran hombre,
tampoco. Cría caballos y produce vino en la región de Burdeos. Y en los últimos
años se ha propuesto erigirse en guardián de la memoria de su antepasado, a la
que ha dedicado un magnífico libro de gran formato con fotos, croquis y
documentos inéditos bajo el declarativo título “Eiffel por Eiffel”.
“Yo soy el único de mi generación –explica– en haber
mantenido una relación directa, estrecha, con una de las hijas de Gustav
Eiffel, mi bisabuela Valentine”. Fue a través de ella que Philippe
Coupérie-Eiffel se sumergió en la historia familiar y heredó las memorias –el
“testamento moral”, lo llama– escritas por el genio, que en cinco tomos relató
su aventura personal e industrial. “Eiffel no se resume en una torre”, alega
categórico. Y se ha propuesto explicarlo al mundo.
Gustav Eiffel (Dijon 1832, París 1923) no fue un buen
estudiante y, en su momento, fue rechazado su ingreso en la selecta Escuela
Politécnica (lo que le condujo a estudiar en la Escuela Central). Pero su
capacidad, como el tiempo se encargaría de demostrar ampliamente, era en
realidad infinitamente superior a la media. Eiffel tenía 26 años cuando
construyó su primera gran obra, el puente metálico del ferrocarril en Burdeos
–por cuenta de Charles Nepveu–, a la que seguirían muchas otras, realizadas ya
a través de su propia empresa, creada en 1864, cuya fábrica instaló en
Levallois-Perret, en la periferia oeste de París, junto al Sena.
El puente de Oporto sobre el Duero, el viaducto de Garabit
(Cantal), la estación de tren de Budapest, el armazón de hierro de la Estatua
de la Libertad, en Nueva York... son acaso sus obras más conocidas. Pero los
puentes de Eiffel, realizados con piezas prefabricadas –“Había un puente
portátil, desmontable, de 25
metros que se entregaba en un kit y podía ser montado con una decena de obreros”, explica su tataranieto–, se
encuentran en todo el mundo, desde Asia –donde hay 124 sólo en la línea férrea
de Yunnan, en China–, a América Latina, donde también vendió iglesias de hierro
forjado...
Ingeniero audaz e inventivo, además de empresario avisado,
Gustav Eiffel tenía ya un nombre reconocido y respetado cuando presentó su
propio proyecto –iniciado por dos de sus colaboradores– para la gran torre de 300 metros de altura que
debía coronar la Exposición Internacional de París de 1889. “Donde otros decían
que no, que no era posible, él siempre decía que sí”, subraya Philippe
Coupérie-Eiffel. Su proyecto, como es sabido de todo el mundo, ganó el concurso
y Eiffel obtuvo la adjudicación de la obra y de la explotación del monumento
durante veinte años. “Eiffel pagó el 85% de lo que costó levantar la torre con
su propio dinero, la subvención cubrió sólo una pequeña parte”, recuerda su
descendiente. Inversión que recuperó sin problemas, dado el éxito de visitantes
que tuvo. Sólo durante la duración de la exposición se recaudaron seis millones
de francos, cuando el coste total se había acercado a los ocho millones.
Las obras, que duraron dos años y dos meses, se enfrentaron
a peliagudos problemas técnicos, principalmente a causa de la presencia de agua
en el subsuelo. Pero lo más duro fue la feroz campaña que lanzó en 1887 un
grupo de artistas, encabezado por Guy de Maupassant, contra el proyecto, que
consideraban una aberración estética. “Yo creo que mi torre será bella”, les
respondió Eiffel en una carta, en la que les instaba a juzgarla cuando
estuviera construida. “El primer principio de la estética arquitectónica es que
las líneas esenciales de un monumento estén determinadas por la perfecta
adecuación a su propósito. ¿Cuál es la principal condición que yo he debido
tener en cuenta en la construcción de mi torre? La resistencia al viento. Pues,
bien, estoy convencido de que las curvas de las cuatro espinas del monumento,
tal como el cálculo me ha indicado trazarlas, darán la impresión de belleza,
pues materializarán la audacia de mi concepción”, escribió el ingeniero. Pocos,
muy pocos, se lo discutirían hoy.
Si Gustave Eiffel viera ahora la enorme cantidad de objetos
que se comercializan con la imagen de la torre que lleva su nombre –empezando
por los llaveros de latón de los vendedores ambulante y acabando por los
lujosos complementos de moda– seguramente sonreiría, pero en ningún caso se
sorprendería, pues él mismo avanzó ya en la época los beneficios del márketing
y ató en el contrato la venta de productos derivados de la torre. “Era también
un hombre de negocios”, constata Philippe Coupérie-Eiffel.
Después de semejante proeza, otro se hubiera retirado. Pero
no Gustave Eiffel, que aún antes de acabar la torre ya empezó a trabajar en
otros proyectos. Llamado al rescate por Ferdinand de Lesseps para abordar la
difícil obra del Canal de Panamá –en la que se había empantanado por su
pretensión de abrir un canal a nivel–, el ingeniero concibió la construcción de
un centenar de esclusas. Si el canal es hoy lo que es, se le debe también a
Eiffel, quien sin embargo salió escaldado del proyecto: la quiebra de la
sociedad constructora dio lugar a un escándalo político-financiero que condujo
en 1893 a
Eiffel, junto a otros, al banco de los acusados. Y aunque salió absuelto,
decidió retirarse definitivamente de los negocios: abandonó su participación en
la empresa y retiró de ella su nombre. “Lo de Panamá marcó a toda la familia,
todavía hoy hablar de ello es un tabú”, explica Coupérie-Eiffel.
El célebre ingeniero se dedicó entonces en cuerpo y alma a
la ciencia. Aunque menos conocidos por el gran público, sus trabajos en este
terreno fueron asimismo remarcables. Fundamentalmente en el ámbito de la
meteorología y la aerodinámica. En este último campo, a Eiffel se debe el
prototipo del primer avión monoplano con las alas situadas bajo el fuselaje,
así como otros avances –si así se les puede llamar– en el terreno militar, como
el sistema de sujeción de las bombas bajo la carlinga en los cazas... En el
número 67 de la calle de Boileau, en el parisino barrio de Auteuil, sigue
todavía hoy abierto y en funcionamiento el Laboratorio Aerodinámico Eiffel, con
el túnel aerodinámico concebido en 1912 por el célebre ingeniero incluido.
Entre caballos y viñedos, Philippe Coupérie-Eiffel vivía
completamente ajeno al mundo de la industria y la construcción cuando, en el
2006, el poderoso grupo Eiffage –que se consideraba heredero de la antigua
sociedad de Levallois-Perret– le demandó por utilizar la marca “Eiffel” en sus
vinos. El pleito duró casi seis años y la justicia acabó dando la razón al
tataranieto, libre ahora de utilizar su apellido. No en vano –según demostró un
viejo documento– Eiffel pagó 700.000 francos en 1893 para retirar su nombre de
la empresa... Ahora, Eiffel ya no es sólo un patronímico. Es también una marca.
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