Ségolène Royal entró ayer
con paso firme en la sede del Ministerio de la Ecología, en el bulevar
Saint-Germain. A otra persona podrían haberle temblado las piernas. No a ella.
Otro 2 de abril, de hace 22 años, asumió la misma cartera en el Gobierno de
Pierre Bérégovoy, bajo la presidencia de François Mitterrand. Ségolène Royal
viene de lejos, de muy lejos. Y nunca ha dejado de mirar hacia adelante. Su
regreso a la primera línea política es algo más que un hecho de justicia o una
revancha frente al destino. Es, sobre todo, una muestra de la madera de la que
está hecha esta incombustible mujer de 60 años, que es mucho más que la
ex compañera sentimental del presidente francés, François Hollande, y la madre
de sus cuatro hijos.
Hija de un teniente coronel de artillería, Ségolène Royal
–nacida en Dakar (Senegal) el 22 de septiembre de 1953– se ha construido
siempre en contra del destino de ama de casa biencasada que su padre le había
dibujado. Decidida a asegurarse la independencia económica, a ser la mejor,
estudió Ciencias Económicas en la Universidad de Nancy, y posteriormente cursó
estudios en Sciences Po y la Escuela Nacional de Administración (ENA), cuna de
las élites del Estado.
Fue en la ENA, en su misma promoción (Voltaire), donde a
finales de los años 70 conoció a François Hollande, con quien acabaría fundando
una familia, pero también un equipo político. Juntos ingresaron en el Partido
Socialista (PS), juntos se incorporaron en 1982 como consejeros al gabinete de
François Mitterrand en el Elíseo, juntos estrenaron su acta de diputado en
1988...
Hasta que en 1992, la discreta Ségolène, siempre por detrás
de su hombre, empezó a volar sola. Mitterrand la prefirió a ella, y no a
Hollande, para incorporarla al Gobierno en 1992 como ministra de Ecología
(hasta que en 1993 la victoria de la derecha la dejó temporalmente fuera). En
1997, en cambio, el triunfo de Lionel Jospin bajo la presidencia de Jacques
Chirac –tercera cohabitación– le abrió de nuevo las puertas del Gabinete, como
responsable de Enseñanza Escolar, primero, y de Familia, después. Mientras,
Hollande asumía, por delegación, la mucho más ingrata primera secretaría del
PS.
Las elecciones presidenciales del 2007 -después del terrible
fracaso de Jospin en el 2002, eliminado por Jean-Marie Le Pen en la primera
vuelta–, debía ser la oportunidad de Hollande para intentar el asalto al
Elíseo. Pero Ségolène Royal, que se había ganado una notoriedad arrebatando la
región de Poitou-Charentes a la derecha en el 2004 –lo que le valió el
sobrenombre de 'Zapatera', eran otros tiempos– tenía sus
propias ambiciones. Pudo haberlas puesto en sordina, pero no lo hizo. ¿Lo
hubiera hecho de no haber descubierto la relación adúltera que su compañero
mantenía con la periodista de Paris Match Valérie
Trierweiler? Quién sabe.
En cualquier caso, Ségolène Royal –convertida en la gran
esperanza de la izquierda, gracias a su espíritu libre e independiente, a sus
planteamientos iconoclastas– dejó en la cuneta a Hollande y derrotó en las
primarias del PS a dos pesos del calibre de Dominique Strauss-Kahn y Laurent
Fabius. Fué su último triunfo.
La candidata socialista, la musa de la nueva izquierda,
logró 17 millones de votos, pero cayó derrotada frente a Nicolas
Sarkozy. Royal decidió entonces romper con todo: se separó de Hollande
y se dispuso a tomar el control del PS, ese partido que siempre la miró con
desconfianza. La batalla, a finales del 2008, fue áspera, feroz, y acabó
perdiéndola por un puñado de votos –en medio de graves acusaciones de fraude–
frente a Martine Aubry.
Apartada pero no rendida, Ségolène Royal intentó optar de
nuevo al Elíseo, pero en las primarias del 2011 acabó vencida y humillada con
sólo el 7% de los votos. Fue su momento más amargo. Rematado por la traición
sufrida en las legislativas del 2012 por un disidente socialista –apoyado por
Valérie Trierweiler–, que le cerró las puertas de la Asamblea Nacional, donde
aspiraba a ocupar la presidencia. Refugiada en su feudo de Poitou-Charentes,
ha tenido que esperar a la marcha de su antigua rival sentimental para regresar
al centro del escenario. Una vez más.
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