“Los catalanes
son más bien los prusianos de España, les gusta el orden”. La comparación, un
tanto abusiva, la estableció hace un par de años Manuel Valls, harto de que le
atribuyeran de forma automática e irreflexiva los supuestos rasgos ibéricos,
mezcla de furia y de pasión. Un clavo quita otro clavo, una caricatura deshace
otra caricatura. Sin embargo, la definición le caía a él mismo como anillo al
dedo. Porque si hay un catalán prusiano, ése es el nuevo primer ministro
francés. Ceño fruncido, mirada granítica, maxilares tensados, Valls es la
férrea encarnación del orden y de la autoridad republicana.
Ha sido justamente su firmeza, su inflexible política en
materia de seguridad e inmigración, así como sus insuperables dotes de
comunicador y su desbordante ambición, lo que le ha convertido en sólo dos años
en el miembro más popular del Gobierno socialista y le ha acabado conduciendo a
Matignon. Las mismas cualidades que llevaron a Nicolas Sarkozy a intentar
ficharle en el 2007. “Ven a trabajar conmigo. si no lo haces, cuando llegarás
al poder tendrás 55 años...”, le dijo. Valls rechazó. Y ha acabado llegando un
poco más pronto: tiene 51.
Hijo del pintor figurativo Xavier Valls (1923-2006) y de la
suiza italiana Luisa Galfetti, el nuevo primer ministro francés nació en
Barcelona el 13 de agosto de 1962 un poco por casualidad. Porque eran las vacaciones
de verano y porque sus padres quisieron que viera la luz del Mediterráneo en su
amado barrio de Horta.
La familia siempre ha mantenido un fuerte vínculo con la
capital catalana. En la casa familiar de la calle Campoamor falleció el padre,
hace poco más de siete años –de un cáncer fulminante–, y allí vive hoy su
hermana menor, Giovanna. Pero En realidad, el matrimonio Valls residía ya en
aquella época en París, adonde el pintor se trasladó siguiendo los pasos de su
carrera artística (nada que ver con la leyenda del exiliado antifranquista que
algunos medios pretenden alimentar). Nunca cultivaron la nostalgia.
Manuel Valls no reniega de sus raíces. Habla catalán,
castellano e italiano. Y es un aficionado –ecléctico– al Barça, al flamenco y a
los toros. Pero no le gusta que le definan a partir de sus orígenes. Porque él
es y se siente, ante todo y sobre todo, francés, nacionalidad que adoptó por
convicción en 1982. En el acto de traspaso de poderes con Jean-Marc Ayrault, el
martes pasado, Manuel Valls se definió como “socialista, republicano y
patriota”. Patriota francés, por supuesto.
A Valls le hubiera gustado que su padre, que siempre se
opuso a su carrera política –y de quien siempre tiene un cuadro colgado en su
despacho–, le viera hoy. El pequeño español a quien miraban por encima del
hombro –“No hay que avergonzarse de tener un padre pintor”, le dijo una maestra
en la escuela, suponiéndolo de brocha gorda– y que en 1981 no pudo votar a
François Mitterrand por ser extranjero, ha llegado a lo más alto. O casi.
Porque a lo que realmente aspira es a ser presidente de la República. “Si el
alcalde de Neuilly lo ha sido –dijo en alusión a Sarkozy– ¿por qué no el
alcalde de Evry (la ciudad de banlieue de la que fue
alcalde durante once años)?”.
La política, Manuel Valls la lleva en la sangre desde que
ingresara en el Partido Socialista (PS) con 17 años y se fraguara como
sindicalista estudiantil en la Universidad de Tolbiac, donde estudió Historia.
Allí encontró a sus dos amigos del alma, el publicista Stéphane Fouks y el
criminólogo Alain Bauer. También a su primera esposa, Nathalie Soulié, con
quien tuvo cuatro hijos –Benjamin, de 22 años, Ugo, de 20, y Alice y Joachim,
ambos de 15–, antes de divorciarse años después.
Valls ha realizado una carrera de fondo desde que entrara en
el PS seducido por las ideas de Michel Rocard, apóstol de la segunda izquierda, en 1980. Independiente, iconoclasta,
antidogmático, situado a la derecha del espectro ideológico socialista, nunca
ha tenido grandes apoyos en el seno del partido. Pero siempre ha sabido
convertirse en un interlocutor imprescindible del líder del momento: Lionel
Jospin en 1997, Ségolène Royal en el 2007, François Hollande en el 2012...
Pero en medio de todas estas fechas hay una fundamental en
la historia personal del primer ministro francés: en el 2004, la violinista
Anne Gravoin, un antiguo amor de juventud, reapareció en su vida. El
reencuentro con su novia, de 48 años y madre de una chica de 20 –Juliette– de
un primer matrimonio, fue un auténtico flechazo para ambos. “Estoy enamorado”,
llegó a decir el púdico Manuel Valls en un programa de televisión. La pareja,
que se casó en el 2010, comparte un gran apartamento cerca de la plaza de la
Bastilla, en París, donde coinciden cuando sus apretadas agendas profesionales
se lo permiten.
Anne Gravoin, miembro del Travelling Quartet, colaboradora
de músicos de renombre como Johnny Hallyday y empresaria –posee una productora
de eventos musicales–, es una violinista galardonada y reconocida. Y se ha
convertido en el principal sostén del primer ministro. Pero no será primera
dama ni se trasladará a vivir a Matignon. Prefiere seguir haciendo vibrar su
violín.
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