Tres meses y
medio después de que las fuerzas aéreas francesas lanzaran las primeras bombas
sobre los grupos armados islamistas que se habían apoderado del norte de Mali,
el 11 de enero, el peligro de ver erigirse un nuevo Afganistán en el corazón
del Sahel ha desaparecido. Al margen de algunas pequeñas bolsas de resistencia
–particularmente en la zona de Gao–, el terreno ha sido limpiado. Buena parte de las fuerzas yihadistas han sido
destruidas –600 combatientes han muerto, según cálculos militares franceses– y
otra parte ha buscado refugio en Níger y Libia. El macizo del Adrar de los
Ifoghas, la región del norte donde campaban las milicias de Al Qaeda en el
Magreb Islámico (AQMI), ha dejado de ser santuario de terroristas.
Pero este éxito militar, que ha permitido a Francia iniciar
un cierto repliegue de sus tropas –más de 500 soldados han regresado a sus
bases, aunque todavía permanecen en Mali cerca de 4.000–, contrasta fuertemente
con el empantanamiento del proceso político. La reconstitución del maltrecho
Estado maliense y de su precario ejército, la democratización del régimen –con
la celebración de elecciones libres–, la reconciliación entre las poblaciones
tuareg del norte y las negras del sur, y la reconstrucción económica del país
van para largo.
Cumplido el plazo de tres meses, el Gobierno francés tuvo
que someter ayer al Parlamento la continuidad de la intervención militar,
conocida como Operación Serval, en la que Francia ha perdido cinco soldados y
ha gastado hasta ahora unos 200 millones de euros. La Asamblea Nacional avaló
por unanimidad –342 votos a favor, ninguno en contra y una abstención– la
iniciativa del presidente François Hollande, con la conciencia de que la
presencia francesa en ese país será más larga de lo deseado.
De entrada, en el terreno militar el calendario previsto por
el Elíseo podría no llegar a cumplirse. Los planes de Hollande pasan por
reducir el contingente militar a la mitad –unos 2.000 soldados– el próximo mes
de julio y a una cuarta parte –unos 1.000– a finales de año. Pero todo ello
está condicionado al despliegue efectivo de 11.500 soldados de las Naciones
Unidas, algo que el Consejo de Seguridad de la ONU debe aprobar a finales de
este mes. Las fuerzas africanas de la Misma, integradas por 6.500 soldados y que
ya han empezado a desplegarse por el territorio, quedarán integradas en las
anteriores. Pero la presencia en Mali de una fuerza de intervención rápida
francesa seguirá siendo necesaria.
Lo que más preocupa a París, sin embargo, es menos la
situación militar que la política. A este respecto, hay varios síntomas
preocupantes. Para empezar, el Consejo de la Reconciliación, que debe abordar
el diálogo para poner fin a la guerra civil entre el norte y el sur –designado
hace pocos días por presión francesa–, aún no ha empezado a reunirse. Las
promesas del presidente interino, Dioncounda Traoré, de celebrar elecciones el
mes de julio chocan también con la realidad de los hechos: apenas nada se ha
organizado y la administración del Estado todavía está ausente en buena parte
del territorio. Y para añadir más interrogantes, el capitán golpista Amadou
Sanogo –cuyo pustch de marzo del 2012 precipitó el
avance de los terroristas en el norte– sigue manejando los hilos en Bamako.
Finalmente, y pese a las promesas, la Unión Europea aún no ha puesto ni un euro
sobre la mesa...
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