El regionalismo
no tiene mucho predicamento en Francia. No lo tenía antes y no lo tiene ahora.
Alsacia, una de las regiones francesas con mayor personalidad y con una lengua
propia –el alsaciano, de raíz germánica–, renunció ayer a potenciar el poder
regional y optó por mantener el actual statu quo, que tiene en los
departamentos –equivalente francés de las provincias españolas– una pieza
fundamental de la administración del Estado francés. Convocados en referéndum para decidir la fusión de los dos
departamentos en que está dividida la región –el Alto y el Bajo Rhin– y el
Consejo Regional en un único organismo político-administrativo, los alsacianos
dijeron no.
Bastaba que los electores de uno de los dos departamentos
rechazara el proyecto para tumbarlo. Y así sucedió: en el Alto Rhin, con
capital en Colmar, el “no” ganó por un contundente 55%. En el Bajo Rhin, con
capital en Estrasburgo, el sí ganó con el 67%. Pero no sirvió de nada. La
participación fue mínima, del 30%.
Es la segunda vez que una región francesa de la metrópoli,
con una marcada identidad y una lengua diferente, rechaza la potenciación del
nivel regional: en julio del 2003, los ciudadanos corsos rechazaron en
referéndum la fusión de los dos departamentos en que está dividida Córcega y el
consejo regional, un proyecto impulsado por el entonces ministro del Interior,
Nicolas Sarkozy.
El fracaso del referéndum en Alsacia enfriará ahora a los
promotores de proyectos similares en otras regiones francesas. Y supondrá un
frenazo para la idea recurrente –apoyada por una parte de la derecha y sugerida
ahora por la OCDE, para reducir gasto– de suprimir los departamentos y
convertir la región en el polo de la administración territorial.
El proyecto de fusión en Alsacia fue presentado por sus
promotores, con el presidente de la región –Philippe Richert (UMP)– a la
cabeza, no tanto como un medio de reafirmar la identidad alsaciana sino como
una forma de simplificar la administración y reducir –ni que sea modestamente,
porque ningún funcionario será despedido– reducir costes. El plan de
unificación ha sido respaldado por la derecha, los centristas y los
ecologistas, mientras que los socialistas han oscilado entre el no y la
abstención.
La campaña del no ha sido alimentada sobre todo por los
extremos, por el Frente Nacional (FN) y por el Partido de la Izquierda (PG), y
con parecidos argumentos. “Si este proyecto se aprueba, sería un precedente
peligroso, sería el principio de la descomposición de la República”, advirtió
Marine Le Pen, mientras Jean-Luc Mélenchon reivindicaba que “Francia es una e
indivisible”. A la inversa, los regionalistas de Alsace d’abord! (¡Alsacia primero!) han propugnado el sí en nombre de la identidad
alsaciana.
Con menos de dos millones de habitantes, Alsacia es la
región más pequeña de Francia. Pero su importancia simbólica es muy superior. A
orillas del Rhin, históricamente disputada por Francia y Alemania, Alsacia ha
tenido una historia torturada y compleja. Territorio originalmente integrante
del Sacro Imperio Romano-Germánico, pasó a depender del rey de Francia a
finales del siglo XVII. El káiser Guillermo se la anexionó, junto con una parte
de Lorena, en 1871 por el Tratado de Frankfurt, tras vencer a Napoleón III en
la guerra franco-prusiana. Alsacia permaneció casi cincuenta años en manos
alemanas y por ello ha conservado ciertas especificidades jurídicas (por
ejemplo, la ley de laicidad de 1905 no se aplica y aún es válido el Concordato
firmado con el Papa por Napoleón en 1801)
Francia la recuperó en 1919 con el Tratado de Versalles,
tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. En 1940 Hitler la
invadió de nuevo y la anexionó al III Reich. Unos 100.000 alsacianos,
considerados alemanes por Berlín y conocidos en Francia como los malgré
nous, fueron enrolados a la fuerza en la Wermacht y enviados a
combatir al frente del Este.
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