La incomprensión
y la ira reinaban ayer entre los dirigentes del Frente de Izquierda –la
coalición que agrupa a los comunistas del PCF y a los izquierdistas radicales
de Jean-Luc Mélenchon– y de algunos socialistas después de que el presidente
francés, François Hollande, decidiera bloquear una proposición de ley para
amnistiar a sindicalistas y trabajadores condenados por haber perpetrado daños
en el transcurso de protestas laborales. Los más exaltados hablaban de “una
puñalada” y de “una traición insoportable”, los más moderados –en las propias
filas del PS–, de “una renuncia” y “un error”.
Contestado ya por su política económica, la decisión de
Hollande –una autentica marcha atrás– agranda el abismo que le separa de sus
aliados de izquierda y tendrá una traducción directa en la manifestación que el
Frente de Izquierda ha convocado para el próximo 5 de mayo. Organizada a
consecuencia del escándalo Cahuzac, su objetivo es tratar de forzar un cambio
de rumbo de la política actual –juzgada demasiado acomodaticia con los poderes
financieros y la patronal– y va camino de convertirse en una movilización
antigubernamental.
Inicialmente, el proyecto de amnistía sindical contaba con
la aprobación benevolente del Gobierno, que veía en la iniciativa del Frente de
Izquierda una manera de congraciarse con los sindicatos y reconstruir un poco
su maltrecha imagen entre los obreros afectados por los grandes planes de
reducción de plantilla. Y ceder también un poco ante el ala izquierda del propio
PS, donde está aflorando el descontento.
La proposición de ley fue aprobada en primera instancia por
el Senado el pasado mes de febrero con los votos de comunistas, izquierdistas y
socialistas. En ella se preveía que los sindicalistas y trabajadores condenados
por determinadas acciones cometidas en el transcurso de un conflicto laboral
–entre 2007 y 2013– verían perdonada su condena y borrada su infracción. El
perdón alcanzaba a todos los delitos penados con menos de cinco años de cárcel,
como destrozos y daños materiales, ocupación de locales, confiscación de stocks
y difamación, pero excluía las agresiones físicas y los secuestros. Entre los
potenciales beneficiarios estaban los dirigentes sindicales de Continental, que
en el 2009 saquearon la subprefectura de Compiègne, o los asalariados de
Arcelor-Mittal de Grandange, que en el 2008 destrozaron el despacho del
director y tiraron todo su material.
La aprobación inicial de la medida puso los pelos de punta a
la patronal, que se quejó amargamente. La presidenta del Medef, Laurence
Parisot, calificó de “incomprensible” e “inaceptable” la iniciativa, que en su
opinión era una forma de alentar las protestas violentas. La derecha no fue más
suave. La UMP, por boca de su secretaria general, Michèle Tabarot, calificó la
proposición de ley de “inicua” y consideró que se trataba de una “maniobra
clientelista y electoralista” de los socialistas dirigida a congraciarse con la
extrema izquierda.
El golpe de timón dado por Hollande no se entiende al margen
de lo que ha sucedido con las protestas contra el matrimonio homosexual, en las
que algunos grupúsculos han cometido actos de violencia. Difícilmente el
Gobierno podría hacer aquí muestra de firmeza y hacer la vista gorda en el otro
lado. Siguiendo las instrucciones del presidente, el PS tumbó ayer en la
Asamblea Nacional, en el trámite de comisión, la proporsición del Senado. El
texto será discutido modos en el pleno el 16 de mayo. Pero no pasará.
Cárcel por mentir con el dinero
Los ministros, parlamentarios y cargos públicos franceses
que mientan en su declaración de patrimonio y de intereses económicos –como
hizo el ex ministro del Presupuesto, Jérôme Cahuzac, al ocultar su cuenta
bancaria en Suiza– podrán ser castigados con penas de hasta cinco años de
cárcel, 75.000 euros de multa y un mínimo de diez años de inelegibilidad (que
podría acabar siendo definitiva). Así lo prevé el proyecto de ley que el
Gobierno enviará al Parlamento dentro del paquete de medidas para moralizar la
vida pública anunciado por el presidente François Hollande. El proyecto obliga
a presentar esta declaración a los ministros del Gobierno, consejeros del
Elíseo, miembros de gabinetes ministeriales, diputados, senadores, presidentes
de ejecutivos territoriales, de autoridades estatales y de empresas públicas,
lo que supone en total unas 12.000 personas. Sólo en el caso de los miembros
del Gobierno, parlamentarios, presidentes regionales y departamentales, y
alcaldes de poblaciones de más de 30.000 habitantes, la declaración se hará
pública.
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