domingo, 27 de octubre de 2013

Muerte bajo los cocoteros

Nosy Be, isla grande en lengua malgache, conocida también como la isla de los perfumes, parece un rincón paradisíaco. Así al menos presentan las guías turísticas a esta isla volcánica situada al noroeste de Madagascar. Y así se muestra en sus flamantes fotos una isla de postal, con cocoteros, playas de arena blanca y aguas cristalinas de color turquesa. El enclave tiene, sin embargo, un lado oscuro: con los años se ha convertido en un activo foco de turismo sexual en el África oriental.

Para Sébastien Judalet y Roberto Gianfalla, la isla se convirtió en la puerta del infierno y la popular playa de Ambatoloaka, en su cadalso. El pasado 3 de octubre, ambos fueron linchados, torturados y quemados vivos por una multitud encolerizada, empujada por el miedo y el odio, que les responsabilizaba de la muerte y mutilación de un niño de 8 años, y les acusaba de pedofilia, tráfico de órganos y no se sabe cuántas indignidades más. La investigación posterior llevada a cabo por Francia ha demostrado que todo era un infundio.

Sébastien Judalet, de 38 años, era conductor de autobús de la RATP en la región de París. Divorciado y padre de una niña de 11 años, vivía modestamente en Montreuil, una ciudad de la banlieue al este de la capital. Enamorado de Nosy Be, que había conocido en un viaje anterior, llegó a la isla el 15 de septiembre, con el objetivo de quedarse seis semanas. Alojado en un rudimentario bungalow del hotel Robinson, donde pagaba 16 euros por noche, soñaba con instalarse definitivamente en la isla.

Es lo que ya había hecho su compañero de copas y de infortunio, Roberto Gianfalla, franco-italiano de 50 años y divorciado como él, que había trabajado como cocinero en Annecy (Alpes) y se había mudado a Nosy Be tiempo atrás. Ambos salían a pescar y se les podía ver juntos por los bares de la población. Y ambos, en mala hora, conocieron a Zaïdou, un joven ratero malgache especialista en timar a los turistas, con quien entablaron relación.

El relato de la tragedia empezó a escribirse el 27 de septiembre. Ese viernes, Chaino, de ocho años, sobrino de Zaïdou, pasó la tarde en la mezquita y después en el mercado, desde donde partió hacia su casa. Adonde nunca llegó. Enfrentado a su familia, Zaïdou hizo –según parece– comentarios equívocos sobre la desaparición del niño a sus parientes, hasta el punto de que éstos sospecharon que él podía tener algo que ver y le denunciaron a la Gendarmería. Detenido el miércoles 2 de octubre, fue posteriormente puesto en libertad por falta de pruebas en su contra.

Los ánimos empezaron a calentarse ya en ese momento. Y acabaron de prender cuando, hacia las once de la noche, el cadáver de Chaino fue encontrado en una playa. El cuerpo del pobre niño estaba mutilado –le faltaban los ojos, la lengua, los genitales...–, sin que, a falta de autopsia, se haya podido determinar la causa de la muerte ni si tales mutilaciones fueron debidas a una acción criminal o a las horas –al parecer, bastantes– que el cuerpo permaneció sumergido en el mar.

La multitud, sin embargo, no sintió la más mínima sombra de una duda. Sobre nada. Ni sobre el móvil –pederastia o tráfico de órganos, o ambas cosas a la vez– ni sobre los culpables: el tío del chaval, naturalmente, porque por algo lo habían detenido los gendarmes, y luego esos dos extranjeros con los que tenía extraños tratos… ¿Acaso no vienen una parte de los turistas a la isla en busca de sexo fácil y barato? Ser blanco y tener acento extranjero se convirtió en indicio de culpabilidad.

Nosy Be es una isla conocida en el circuito del turismo sexual internacional. Los turistas que la han frecuentado hablan de cómo puede verse a occidentales de avanzada edad –generalmente franceses, de los que hay unos 700 instalados de forma permanente en la isla, de 36.000 habitantes– acompañados con jovencitas malgaches por la calle. Y no sólo jovencitas… El portal de la oficina de turismo de la isla en internet incluye una seria advertencia contra el turismo sexual con niños, donde se asegura que los culpables serán perseguidos en el lugar del delito y también en sus países de origen.

Cegada por la ira, la multitud empezó por asaltar y prender fuego a las instalaciones de la Gendarmería. Los disturbios causaron dos muertos, caídos por los disparos de los gendarmes. Acto seguido, los amotinados partieron a la caza de los presuntos culpables del asesinato. Tenían ya nombres y apellidos, así que encontrarles no fue muy difícil. Ajeno a lo que le esperaba, Sébastien Judalet se encontraba en un bar de la localidad, el Taxi be. Después fueron a por Gianfalla.

Los dos desgraciados fueron sometidos a un largo interrogatorio por sus captores y a un simulacro de juicio, que –como no podía ser de otra manera– acabó con una sentencia a la pena capital. Sus captores, erigidos en jueces y verdugos, así como el centenar de curiosos que ejercieron el papel de espectadores y cómplices, lo grabaron todo con sus móviles. Las imágenes son espeluznantes. Pero no lo es menos la desesperada defensa del francés.

Judalet y Gianfalla fueron conducidos a la playa de Ambatoloaka, donde fueron salvajemente golpeados y quemados vivos. Doce horas más tarde, los vengadores cazaron al tío del niño, Zaïdou, linchado en plena calle. Una treintena de personas fueron detenidas en los días posteriores.

La justicia francesa, legalmente habilitada para actuar cuando un francés es asesinado en el extranjero, abrió una investigación oficial sobre la muerte de Judalet. Las indagaciones realizadas por la policía, que analizó su ordenador personal y su actividad reciente en internet –mails, Facebook–, así como los extractos de sus cuentas bancarias, y que interrogó a sus parientes y amigos, descartan su implicación en los presuntos hechos delictivos que le imputaban sus verdugos. “No se ha hallado ningún elemento que confirme el rumor de pedofilia o de tráfico de órganos”, informó la fiscalía de Bobigny (periferia de París). Una exculpación que llega demasiado tarde.



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