El buzón… El buzón
parecía una llamada de socorro. Un grito tardío, a destiempo. Pero nadie lo
escuchó. Thomas Ngin tenía 42 años cuando su buzón se empezó a llenar.
Extrañamente, sorprendentemente. Thomas Ngin vivía solo, no tenía pareja, no
tenía hijos. Con sus hermanos, hacía tiempo que había dejado de hablarse. En
cuanto a los amigos… ¿qué amigos? No tenía. Empleado como agente de seguridad,
Thomas regresaba del trabajo a su casa –un pisito moderno en
Bussy-Saint-Georges (Seine-et-Marne), treinta kilómetros al este de París- como
quien regresa a una madriguera vacía.
Un día del año 2005, a Thomas le
despidieron. De repente, ya no tenía adónde ir. Nada que hacer. Nadie a quién
ver. La mayoría de sus vecinos ni siquiera le conocían. Algunos se lo habían
cruzado alguna vez en la portería. Un “buenos días” y poco más. A veces, un
poco menos. Así que nadie se extrañó de que el buzón empezara a llenarse de
forma anormal. Los más curiosos supusieron, a partir del eco exótico de su
apellido –Thomas Ngin era originario de Camboya-, que había regresado a su
país… El que fuera.
El buzón estaba cada vez
más lleno. Y no sólo de propaganda. El banco le reclamaba con perseverante
regularidad las mensualidades del crédito hipotecario gracias al cual había
comprado el piso. De la misma forma, la comunidad de propietarios le exigía el
pago de sus cuotas atrasadas, que llegaron a sumar hasta 14.000 euros. Sin
respuesta.
Ocho años después, y a
instancias de los acreedores, la justicia decidió incautar la vivienda y
sacarla a subasta para satisfacer así el pago de las deudas pendientes. Thomas
Ngin nunca respondió a las citaciones, ni presentó ningún recurso. Así que el
pasado 3 de octubre el apartamento fue adjudicado y vendido por 415.000 euros.
El viernes pasado, el
nuevo propietario se acercó al piso acompañado de un cerrajero para tomar
posesión de su nueva propiedad. Thomas Ngin seguía allí. Nunca se marchó. O sí…
Solo, sin trabajo, cargado de deudas, se había suicidado colgándose de la
puerta de entrada. Ocho años después, su cadáver, momificado, seguía colgado en
el mismo lugar. Nadie, absolutamente nadie, le echó de menos durante este
tiempo. Nadie, absolutamente nadie, advirtió nada raro durante todo este
tiempo. Salvo el buzón…
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