miércoles, 23 de octubre de 2013

El buzón

El buzón… El buzón parecía una llamada de socorro. Un grito tardío, a destiempo. Pero nadie lo escuchó. Thomas Ngin tenía 42 años cuando su buzón se empezó a llenar. Extrañamente, sorprendentemente. Thomas Ngin vivía solo, no tenía pareja, no tenía hijos. Con sus hermanos, hacía tiempo que había dejado de hablarse. En cuanto a los amigos… ¿qué amigos? No tenía. Empleado como agente de seguridad, Thomas regresaba del trabajo a su casa –un pisito moderno en Bussy-Saint-Georges (Seine-et-Marne), treinta kilómetros al este de París- como quien regresa a una madriguera vacía.

Un día del año 2005, a Thomas le despidieron. De repente, ya no tenía adónde ir. Nada que hacer. Nadie a quién ver. La mayoría de sus vecinos ni siquiera le conocían. Algunos se lo habían cruzado alguna vez en la portería. Un “buenos días” y poco más. A veces, un poco menos. Así que nadie se extrañó de que el buzón empezara a llenarse de forma anormal. Los más curiosos supusieron, a partir del eco exótico de su apellido –Thomas Ngin era originario de Camboya-, que había regresado a su país… El que fuera.

El buzón estaba cada vez más lleno. Y no sólo de propaganda. El banco le reclamaba con perseverante regularidad las mensualidades del crédito hipotecario gracias al cual había comprado el piso. De la misma forma, la comunidad de propietarios le exigía el pago de sus cuotas atrasadas, que llegaron a sumar hasta 14.000 euros. Sin respuesta.

Ocho años después, y a instancias de los acreedores, la justicia decidió incautar la vivienda y sacarla a subasta para satisfacer así el pago de las deudas pendientes. Thomas Ngin nunca respondió a las citaciones, ni presentó ningún recurso. Así que el pasado 3 de octubre el apartamento fue adjudicado y vendido por 415.000 euros.


El viernes pasado, el nuevo propietario se acercó al piso acompañado de un cerrajero para tomar posesión de su nueva propiedad. Thomas Ngin seguía allí. Nunca se marchó. O sí… Solo, sin trabajo, cargado de deudas, se había suicidado colgándose de la puerta de entrada. Ocho años después, su cadáver, momificado, seguía colgado en el mismo lugar. Nadie, absolutamente nadie, le echó de menos durante este tiempo. Nadie, absolutamente nadie, advirtió nada raro durante todo este tiempo. Salvo el buzón…

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