“Una cosa son las previsiones y otra la voluntad”. Con estas
palabras, François Hollande reiteraba por enésima vez el pasado viernes su
objetivo-promesa de invertir a finales de este año la curva del paro en Francia,
donde no ha cesado de crecer desde el inicio de la crisis. Inasequible al
desaliento y a las cifras, el presidente francés reaccionaba de esta manera a
la publicación de la última nota de coyuntura del Instituto Nacional de
Estadística y Estudios Económicos (Insee), que vaticinaba que el desempleo,
lejos de descender, aumentará todavía a lo largo de todo el 2013 en 113.000
personas, hasta alcanzar a finales de año el 11,1% de la población activa (sumada
la metrópoli y los territorios de ultramar), un nivel que no se alcanza desde
el año 1996.
No es sólo el Insee quien pinta negras perspectivas para el
empleo en Francia. La Comisión Europea, el FMI, la OCDE… todos los observadores
internacionales enfrían de forma regular el optimismo oficial del Elíseo. Con
un crecimiento nulo o incluso ligeramente negativo en el 2013, por segundo año
consecutivo, las perspectivas de que Francia remonte la pendiente del empleo este
año son harto improbables.
El último dato oficial del paro en Francia lo sitúa en el 10,6%,
una media que, al igual que sucede en otros países, oculta la especial gravedad
del problema entre los jóvenes de 15
a 24 años, donde el desempleo roza el 26% y alcanza
puntas escalofriantes del 40% y más en los barrios marginales de las banlieues.
Más de tres millones de franceses están sin trabajo, una cifra que alcanza los
cinco millones si se suman los que mantienen una actividad reducida y buscan empleo
a tiempo completo.
¿La culpa es de la crisis? Naturalmente, la culpa es de la
crisis. Pero no del todo. Desde el inicio de la crisis, en el 2008, el paro ha
aumentado en Francia sólo tres puntos, un impacto más limitado que en el
conjunto de los países de la OCDE –debido al gran peso del sector público-,
pero que se está revelando asimismo más duradero. El problema es que el desempleo
ya era anormalmente elevado en vísperas del estallido.
Hay que decir que Francia, con la fecundidad más dinámica
del continente –un aspecto que tiende a olvidarse cuando se hacen comparaciones
con otros países europeos-, afronta dificultades suplementarias para reducir el
índice de paro. A diferencia de Alemania, por ejemplo, un país confrontado a un
preocupante declive demográfico, en Francia cada año se incorporan 150.000
personas nuevas al mercado de trabajo.
Pero el problema de fondo, según coinciden en señalar la
mayor parte de los economistas, reside en la rigidez y dualidad del mercado
laboral, enormemente protector para quienes tienen un trabajo estable y
penalizador para todos los demás, condenados a alternar empleos temporales y
precarios con temporadas en el paro.
Durante los llamados Treinta Gloriosos, que siguieron a la
Segunda Guerra Mundial, el paro osciló en Francia entre el 3% y el 5%, una
proporción que acostumbra a equipararse al pleno empleo. Esa tendencia cambió,
sin embargo, en el albor de los años ochenta. Desde entonces, el desempleo
nunca ha descendido del 7%, situándose por lo general entre el 8% y el 9%, con
puntas como las alcanzadas a mediados de los noventa. El paro masivo se ha
convertido en Francia en un problema estructural, que no han conseguido reducir
ni la famosa y controvertida implantación de la semana laboral de 35 horas ni
otras medidas parciales como los contratos subvencionados por el Estado para
jóvenes sin formación –que introdujo Lionel Jospin y ha recuperado François
Hollande- o el nuevo contrato-generación, que a base de estímulos fiscales
busca asociar la contratación de un joven con el mantenimiento de un sénior.
La cuestión central, la reforma del mercado laboral con el
fin de darle una mayor flexibilidad, había sido siempre postergada. Hasta
ahora. Porque lo que Nicolas Sarkozy no se atrevió a abordar durante su
quinquenato, lo ha hecho Hollande, en línea con el principio nórdico de la
“flexiseguridad”. Fiel a su método, el presidente francés propició primero un
pacto nacional entre la patronal y la mayoría de los sindicatos –alcanzado el
pasado mes de enero, con la oposición de dos centrales, CGT y FO- y después
tramitó un proyecto de ley para poner el acuerdo negro sobre blanco.
La llamada Ley de Securización del Empleo, aprobada
definitivamente el pasado mes de mayo y avalada por el Consejo Constitucional
hace escasos días, abre la posibilidad de que las empresas en dificultades
pacten con los sindicatos una reducción temporal de la jornada laboral o de los
salarios a cambio de no proceder a despidos –dichos acuerdos no podrán exceder
el plazo de dos años-; facilita en caso de crisis la movilidad interna de los
asalariados, y simplifica los procedimientos de despido colectivo e individual.
A cambio, los trabajadores obtienen la garantía de que todas
las empresas, lo que no era el caso hasta ahora, ofrezcan a sus empleados una
cobertura sanitaria complementaria a través de una mutua –el Estado no
reembolsa en Francia todos los gastos médicos, a excepción de las personas de
rentas más bajas-; una regulación más estricta de los contratos a tiempo
parcial para evitar los abusos, y el mantenimiento del derecho al subsidio de
paro que no haya sido gastado.
El otro gran reto es la formación de los parados para
facilitar su retorno al empleo. Alrededor de medio millón de personas sin
trabajo se beneficiaron el año pasado de una formación de este tipo en Francia.
Sin embargo, sigue habiendo aquí un grave desajuste entre los contenidos que se
proponen y las necesidades reales de las empresas. El propio Hollande admitió
la semana pasada que entre 200.000 y 300.000 empleos están vacantes por falta
de aspirantes con la formación adecuada. El Gobierno ha prometido aprobar antes
de fin de año una profunda reforma de la formación profesional.
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