"Los franceses son
italianos malhumorados”, dijo una vez el escritor Jean Cocteau,
definiendo con provocadora lucidez uno de los rasgos más arraigados del
carácter francés. El mal humor forma parte sustantiva de la identidad nacional,
que –en este caso– encuentra su más perfeccionada expresión en el parisino, un
ejemplar particularmente desabrido y hosco. Todo aquel que haya visitado alguna
vez París como turista –y más aún quien haya residido en la ciudad– se ha
encontrado con toda seguridad y en más de una ocasión con malas caras y peores
maneras. La mala educación, la brusquedad, la agresividad, son moneda
corriente.
“¿Se puede ser amable y francés al mismo tiempo?”. se
preguntaba hace poco con ironía en la edición francesa de The
Huffington Post el periodista Stanislas Kraland, que firmaba un
artículo sobre la Jornada de la Gentileza que impulsa cada año, desde el 2009,
la revista Psychologies Magazine. En el artículo, el
filósofo Emmanuel Jaffelin –autor del libro "Elogio de la
gentileza"– constataba la resistencia de los franceses a asumir este
principio de comportamiento: “Es más difícil que en otros países. La culpa es
de la Revolución francesa, que inscribió en nuestro ADN un igualitarismo
radical. Pensamos que uno se rebaja al dar, cuando dando uno se engrandece”.
La amabilidad, la cordialidad, la fraternidad –tercer
principio y el más olvidado de la divisa revolucionaria– tienen poca cabida en
el carácter nacional. Probablemente fruto de su pesimismo legendario, el
francés es un eterno descontento, un râleur, un gruñón
que se queja todo el rato de todo, que expresa su disgusto ostensiblemente y
avanza por la vida a empellones, sobre todo al volante.
Buena parte de los franceses, según un sondeo realizado por
TNS Sofres en el 2010, ve la amabilidad con desconfianza: el 45% confiesa tener
miedo de ser engañado o ser tomado por un imbécil si es más amable. La mayoría
reserva asimismo la fraternidad para la familia (73%) y los amigos (63%), con
lo que apenas quedan unas migas para los vecinos (36%) y ya no digamos para los
desconocidos.
París, tan romántica y elegante, puede ser también una
ciudad muy antipática. Situada entre las ciudades mejor valoradas del planeta,
la percepción de la capital francesa cae sin embargo en picado cuando se trata
de valorar la calidad de la acogida, hasta el punto de que el Ayuntamiento
decidió en el 2007 organizar una jornada anual del turismo para convencer a los
parisinos de la conveniencia de ser amables con los visitantes... Especialmente
los taxistas y los camareros, que parecen seguir a rajatabla lo que Marion
Cotillard espetaba en broma a Russell Crowe en la película "Un buen
año": “No lo olvide, estamos en Francia, aquí el cliente nunca tiene
razón”.
De entre todos los visitantes extranjeros, quienes peor
soportan este trato son los japoneses. Herederos de una cultura donde la
cortesía es un valor fundamental, muchos japoneses sufren un shock al tratar
con los franceses y algunos incluso deben ser repatriados. El cuadro clínico
del que son víctimas fue bautizado por el psiquiatra Hiroaki Ota, del hospital
Sainte-Anne de la capital francesa, como Síndrome de París.
“El francés es un protestón, un descontento, un crítico
insatisfecho, un oponente”, escribía Josep Plan en los años veinte, cuando fue
enviado por el diario La Publicitat como corresponsal a
París. El escritor ampurdanés, con su afilada agudeza, describía de este modo el
trato con los parisinos: “La fraternización es escasa. Todo puede endurecerse.
La cortesía es fría y externa, de un rígido mantenimiento de las distancias y
las jerarquías”. Casi un siglo después, sigue siendo así.
Todos los que he conocido en México ponen cara de Huele pedos. Es que ni en vacaciones se relajan!
ResponderEliminarLos franceses son insoportables se quejan de todo, siempre están de mal humor, son intolerantes, cero amables por eso nadie los quiere
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