viernes, 14 de junio de 2013

Catalunya, en la órbita de Francia

“Necesitamos un código europeo, un tribunal de casación europeo, una misma moneda, los mismos pesos y medidas, las mismas leyes; tengo que hacer de todos los pueblos de Europa el mismo pueblo, y de París, la capital del mundo”. Eufórico en vísperas de la campaña de Rusia, que le conduciría definitivamente al desastre, Napoleón expresaba con estas palabras al esquinado Fouché la dimensión de su desmesurada ambición.

Corría el año 1812 y casi toda Europa estaba bajo las botas francesas. Persuadido de pasar a la historia como el liberador de los pueblos europeos, sometidos al oscurantismo por las rancias monarquías del antiguo régimen, adalid de la igualdad de derechos entre todos los hombres –valor de la Revolución francesa que exportó con su Código civil-, el emperador era percibido en realidad por toda Europa como un opresor (¿no fue apodado el ogro?), un tirano que había hecho de la conquista su razón de ser y de la fuerza de las armas, su único argumento. En el cénit de su poder, el Águila no supo ver en el levantamiento del pueblo español en 1808 –inicio de su declive militar-, o en las revueltas populares de Calabria (1806) y del Tirol (1809), a las que seguiría la sublevación de los alemanes en 1813, los signos de una dramática fractura entre sus ensoñaciones megalomaníacas y la realidad.

¿Tenía Napoleón una visión de Europa? ¿un proyecto para el continente? Más allá de la magnificencia de sus proclamas, no parece tan claro. “Napoleón no tenía una visión, sino visiones, actuaba aprovechando las oportunidades que le iban saliendo al paso”. Así lo juzga Emilie Robbe, comisaria de la exposición “Napoleón y Europa” que puede verse –hasta el 14 de julio- en el Museo del Ejército, en París. Junto a curiosas piezas de museo, como el bicornio que el emperador llevó en la batalla de Eylau o la casaca que vestía el almirante Nelson cuando fue herido de muerte en la batalla de Trafalgar, acaso lo más interesante de la exposición sean los mapas… Los mapas de una Europa torturada.

La Europa napoleónica asemeja de entrada un puzzle, hecho de territorios anexionados por Francia e incorporados al imperio, reinos vasallos –formalmente independientes, pero con soberanos pertenecientes a la familia o al círculo de amistades del emperador- y construcciones políticas –como la Confederación del Rhin- concebidas con un fin estratégico, en este caso impedir la unificación de Alemania bajo la égida de Prusia. No hay en este puzzle un diseño previo, sino una suma de iniciativas aisladas, en función del cambiante juego de las alianzas y de las coyunturales internacionales. Pero si se observa en su conjunto, el contorno guarda grandes similitudes con el imperio de Carlomagno…

El año 1812 marca el máximo apogeo del imperio de Napoleón, en el que acabaría integrando lo que hoy constituye el territorio de Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, así como una parte de Alemania, de Suiza y de Italia. La última anexión se produjo el 26 de enero de ese año: un decreto del emperador desgajó a Catalunya de España y la incorporó a Francia, dividiéndola en cuatro departamentos: Montserrat (Barcelona), Ter (Girona), Segre (Lleida) y Bouches de l’Èbre (Tarragona). Naturalmente, el entonces rey de España, José I –su hermano, impuesto en el trono por deseo de Napoleón-, no encontró nada que objetar. Dos años permaneció Catalunya como provincia francesa, hasta la definitiva retirada de las tropas napoleónicas, el 28 de mayo de 1814, en lo que puede verse como una reedición de la Marca Hispánica (conocida en Francia como “Marche d’Espagne”) creada en el siglo IX por Carlomagno -que sometió a los condados catalanes a la corona francesa- como tapón militar frente a los árabes que dominaban la Península Ibérica.

Paradojas de la política, algunas de las fuerzas que impulsan actualmente el proceso de independencia de Catalunya parecen determinadas a reavivar la vieja querencia francesa por los antiguos condados catalanes del sur con el fin de atraerse una benevolente neutralidad –si no la complicidad- de París en el proceso de secesión de España. ¿Cómo? Ofreciendo situar a la futura Catalunya independiente como un satélite de Francia y asegurando que nadie planteará ninguna reivindicación sobre la Catalunya Nord (apelación, por cierto, espontáneamente asumida por las autoridades francesas del Rosselló). CiU quiere allanar el camino, como explicó Enric Juliana en este diario, reduciendo el rango de la delegación de la Generalitat en Perpinyà y abandonando toda veleidad política en el norte, un gesto que busca enterrar el espantajo de los Països Catalans.

La posición catalana la expresó con encomiable claridad la delegada del Govern de la Generalitat en París, Maryse Olivé, en la clausura del coloquio sobre “Catalunya y el derecho a decidir” celebrado el 7 de junio en Sciences Po. Tras admitir que Francia observa con “aprensión” el proceso de independencia catalán, entre otras cosas por el riesgo de “contagio” para otros territorios (citó Córcega y las posesiones francesas de Ultramar), la delegada descartó implícitamente todo cambio de estatus de los territorios catalanes del norte al afirmar que, en caso de independencia, “Francia y Catalunya tendrían una frontera común y una lengua compartida”, lo cual sólo es posible naturalmente si Perpinyà se queda donde está… Su principal argumento, sin embargo, fue otro. Olivé puso en la balanza el juego de fidelidades: “Francia tiene grandes intereses en Catalunya que no pueden sino reforzarse con la independencia”, prosiguió la delegada, quien a continuación sugirió que “una Catalunya independiente podría entrar en el área de influencia francesa y sería políticamente sensible a las posiciones francesas en la Unión Europea”…

Así pues, la independencia ¿sería al precio de cambiar de tutor en Europa? Si el Timbaler del Bruc hubiera existido alguna vez, hoy se estaría revolviendo en su tumba.




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