"Quiero decirle una cosa
a Manuel. Para mí, para nosotros, la seguridad no es de izquierda ni de
derecha. Y debo decir que estamos muy satisfechos de su acción”. Elogios como
éste, el ministro francés del Interior, el barcelonés Manuel Valls, debe haber
escuchado unos cuantos en los últimos meses, a tal punto su actuación es
celebrada por casi todo el país. Pero el entusiasmo demostrado el pasado 11 de
septiembre por el ex alcalde de Corbeil-Essonnes tenía un calado político
especial: el cacique de esta ciudad de la banlieue sur de París no es otro que el octogenario Serge Dassault, senador de la UMP,
presidente del grupo aeronáutico Dassault y propietario del diario conservador Le Figaro. “Lo está haciendo muy bien, por eso tiene el
apoyo de un diario muy conocido –prosiguió el viejo patriarca–. Con los roms y todo lo demás, es formidable. ¡Bravo, Manuel!”.
La anécdota, probablemente incómoda para el ministro
socialista, ilustra hasta qué punto su firmeza en materia de seguridad ha
conquistado a la gente de orden, a las clases populares, a gran parte de los
votantes de derechas. Y explica por qué Manuel Valls, que no por ello ha
perdido el favor del electorado socialista, se ha convertido en sólo seis meses
en el político más popular de Francia. Por encima del presidente de la
República, François Hollande, y del primer ministro, Jean-Marc Ayrault.
Mientras su popularidad sube, la de los otros dos baja en parecida proporción.
El fulgurante ascenso de Manuel Valls, un hombre que ha sido
siempre minoritario en el Partido Socialista –en las elecciones primarias para
elegir al candidato al Elíseo obtuvo un 5% de los votos– pero que tiene un gran
olfato político y una extraordinaria habilidad para hacerse imprescindible, es
algo raras veces visto.
Hasta ahora, la máxima popularidad –el número 1– parecía
reservada a políticos retirados, como Jacques Chirac, o a figuras alejadas de
la primera línea –como el presentador televisivo y activista ecologista Nicolas
Hulot o Dominique Strauss-Kahn, cuando era director del FMI y aún no había sido
detenido...–, pero nunca un ministro del Gobierno en ejercicio. Manuel Valls,
nacido hace 50 años en Barcelona y naturalizado francés a los veinte, ha roto
esta ley inmutable.
El barómetro mensual del instituto de opinión Ifop
–publicado esta semana por Paris Match– le coloca en
octubre por primera vez en cabeza, con una popularidad del 75% –ocho puntos de
ascenso respecto a septiembre–, justo por delante de Christine Lagarde (66%)
–decididamente, el FMI confiere prestigio y está suficientemente alejado de
Francia– y del alcalde de París, Bertrand Delanoë (66%). El jefe del Gobierno,
Jean-Marc Ayrault (59%) –con un descenso de ocho puntos– se sitúa en el puesto
número 8 y François Hollande –siete puntos de caída–, en el número 12.
No se trata de un resultado aislado. El último barómetro de
Ipsos para Le Point coloca de nuevo a Valls en primera
posición con un nivel de confianza del 57% –siete puntos de ascenso en un mes–.
Y según el último sondeo de TNS-Sofres para Le Figaro
Magazine, la gestión del ministro del Interior es aprobada por el
56% de los franceses, que le consideran un político con autoridad (60%),
competente y moderno (57% en ambos casos), simpático (51%) y cercano a las
preocupaciones de la gente (50%)
Esta inflexión se gestó durante el verano. En un momento en
que el Gobierno se mostraba ensimismado y pasivo, Valls estaba al pie del
cañón. Mientras Hollande parecía ausente, Valls pisaba el terreno. Mientras
algunos miembros del Ejecutivo daban sensación de bisoñez, Valls ofrecía
competencia y seguridad. Valor seguro –y por tanto, valor en alza–, hombre
fuerte del Gabinete, no es extraño que los analistas hayan empezado a
imaginarle como primer ministro en el momento en que Ayrault –muy criticado–
tenga que dejar Matignon.
Manuel Valls, que ya se alzó como una de las piezas
indispensables de la campaña electoral de François Hollande, lo es ahora del
Gobierno. Una condicion reforzada por una relación personal que se ha
estrechado notablemente gracias a la amistad de su mujer, la violinista Anne
Gravoin, con la compañera del presidente, Valérie Trierweiler.
Puesto delicado y severamente juzgado, el Ministerio del
Interior puede convertirse en una plataforma de ascenso político inigualable.
La carrera de Nicolas Sarkozy no se entiende sin su éxito previo en la plaza
Beauvau. El semanario Le Figaro Magazine –totalmente en
línea con su propietario– dedicaba hace una semana una elogiosa página a Valls
a este respecto: “Algunos pensaban que Nicolas Sarkozy había matado
el empleo de ministro del Interior. Manuel Valls demuestra lo
contrario, dando pruebas de la misma energía y de la misma voluntad de ocupar
el terreno (...) Su activismo contribuye largamente a salvar el balance de la
acción del Gobierno. Como Sarkozy lograba hacer olvidar la inacción de Chirac”.
Duro con los ‘roms’, blando con la nacionalidad
Alcalde de Evry, una ciudad típica de la banlieue de París, durante los últimos once años, Manuel
Valls conoce de cerca las inquietudes de las clases populares y sabe que, para
mucha gente, la principal preocupación es la seguridad. Uno de los derechos
básicos, a su juicio, que la República debe garantizar. Y uno de los asuntos
que hace una década el entonces primer ministro socialista Lionel Jospin no
supo manejar. Manuel Valls era entonces su portavoz en Matignon y tomó buena
nota. Seriedad y firmeza son las dos cualidades principales que el nuevo
ministro del Interior ha mostrado al frente de su difícil cartera. Firmeza
contra la delincuencia. Firmeza contra el terrorismo. Firmeza contra el
antisemitismo. Firmeza contra los campamentos ilegales de gitanos del Este
–roms–, que ha ordenado desmantelar sin pestañear cuando
ha sido necesario. Firmeza, también, contra los policías corruptos, como cuando
decidió disolver toda la brigada contra la criminalidad de Marsella... En
cierto modo, Valls estaría haciendo honor al apodo de “Sarkozy de izquierdas”
que sus rivales en el seno del PS le colgaron hace ya mucho tiempo. Salvo que
Valls no se muestra arrogante, cuida a su primer ministro y a su colega la
ministra de Justicia, Christiane Taubira, y se abstiene de estigmatizar a los
inmigrantes, a los extranjeros o a los musulmanes. Duro cuando ha de serlo
–cuando los ciudadanos lo esperan de él–, Valls también se permite ser blando.
Como cuando anunció, esta semana, la suavización de los requisitos para acceder
a la nacionalidad francesa por naturalización. O la reintroducción de una
matrícula identificativa para los agentes de la policía.
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