Una semana llevaba
François Hollande en el Elíseo cuando, en un gesto simbólico, decidió
tomar el tren de alta velocidad (TGV) para acudir a su primera cumbre europea
en Bruselas, el pasado 23 de mayo. El presidente francés pretendía dar ejemplo
de austeridad y mostrar hasta qué punto era el “presidente normal” que había
vendido durante la campaña electoral. Aunque fuera a costa de enviar su coche
oficial de vacío –más el de la escolta– por autopista hasta la capital belga
para asegurarse el regreso...
La normalidad, sin embargo, ha durado bien poco. El pasado
11 de septiembre, discretamente, sin la nube de fotógrafos que le había seguido
en la Gare du Nord menos de cuatro meses antes, Hollande acudió a Rennes, a un
salón ganadero, a bordo del Falcon 7X de la flota aérea presidencial, en lugar
de tomar el TGV que une París con la capital de Bretaña en dos horas y diez
minutos.
Otros símbolos, otras promesas, lanzadas para desmarcarse de
su antecesor, Nicolas Sarkozy, han ido cayendo durante este tiempo. Como la de
no recibir a los parlamentarios del Partido Socialista en el Elíseo, en aras de
la neutralidad del cargo, o la de renunciar al encargo de sondeos de opinión.
El poder es el poder.
Pero más allá de este mosaico de pequeños detalles ha sido
la forma misma de ejercer la presidencia de la República lo que François
Hollande se ha visto obligado a revisar. Los franceses acabaron hartos de la
invasiva personalidad de Sarkozy. Omnipresente, hiperactivo, arrollador
incluso, acostumbró al país a un activismo furioso, a una presencia mediática
constante. Ya podían estar en desacuerdo con el rumbo o las maneras del
capitán, pero a nadie le cabía la menor duda de que en el timón había alguien.
Y alguien determinado.
Hollande pretendió romper con semejante práctica del poder,
que llevó al paroxismo la lógica presidencialista de la V República, y regresar
a un tipo de presidencia más institucional, más lejana y reservada, más
distante, que devolviera al primer ministro la responsabilidad en la dirección
del Gobierno que constitucionalmente le corresponde. Lo que el presidente
francés no calculó es que los franceses se habían habituado a la
“hiperpresidencia” como a una droga. Y que privarles de ella iba a provocarles
síndrome de abstinencia.
La aparente ausencia de Hollande en los primeros meses de su
mandato, mientras las dificultades económicas arreciaban y el paro se
disparaba, ha sido fulgurantemente sancionada por la opinión pública. Hasta el
punto de que la confianza en el presidente francés ha caído vertiginosamente,
entre 15 y 20 puntos, en sólo cinco meses. “Hollande infravaloró el hecho de
que lo que se reprochaba a Sarkozy no era la concentración del poder en el
Elíseo, sino el uso de ese poder”, opina el politólogo Stéphane Rozès,
presidente de Conseils Analyses et Perspectives (CAP), quien añade: “Los
franceses tuvieron la impresión, como con Jacques Chirac en 1995, de que se
alejaba”.
“El ejercicio de la presidencia normal parece no haber
convencido”, considera por su parte Pascal Perrineau, director del Centro de
Investigaciones Políticas de Sciences Po, para quien “la presidencia bajo la V
República no puede concebirse como la presidencia de un hombre sin cualidades”.
Nadie quiere un presidente normal, sino excepcional.
Inquieto por su rápido desfondamiento, el presidente francés
se ha visto obligado a desandar el camino. Aprovechando la reanudación del
curso político, Hollande ha retomado el timón en detrimento de Jean-Marc
Ayrault y ha multiplicado sus apariciones públicas, que culminó el 9 de
septiembre con una comparecencia en televisión para anunciar al país una
aceleración de las reformas. El Elíseo vuelve a mandar. Restablecida la anormalidad, falta ahora que los franceses aprecien su
política de austeridad.
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