sábado, 6 de octubre de 2012

La imposible presidencia normal


Una semana llevaba François Hollande en el Elíseo cuando, en un gesto simbólico, decidió tomar el tren de alta velocidad (TGV) para acudir a su primera cumbre europea en Bruselas, el pasado 23 de mayo. El presidente francés pretendía dar ejemplo de austeridad y mostrar hasta qué punto era el “presidente normal” que había vendido durante la campaña electoral. Aunque fuera a costa de enviar su coche oficial de vacío –más el de la escolta– por autopista hasta la capital belga para asegurarse el regreso...

La normalidad, sin embargo, ha durado bien poco. El pasado 11 de septiembre, discretamente, sin la nube de fotógrafos que le había seguido en la Gare du Nord menos de cuatro meses antes, Hollande acudió a Rennes, a un salón ganadero, a bordo del Falcon 7X de la flota aérea presidencial, en lugar de tomar el TGV que une París con la capital de Bretaña en dos horas y diez minutos.

Otros símbolos, otras promesas, lanzadas para desmarcarse de su antecesor, Nicolas Sarkozy, han ido cayendo durante este tiempo. Como la de no recibir a los parlamentarios del Partido Socialista en el Elíseo, en aras de la neutralidad del cargo, o la de renunciar al encargo de sondeos de opinión. El poder es el poder.

Pero más allá de este mosaico de pequeños detalles ha sido la forma misma de ejercer la presidencia de la República lo que François Hollande se ha visto obligado a revisar. Los franceses acabaron hartos de la invasiva personalidad de Sarkozy. Omnipresente, hiperactivo, arrollador incluso, acostumbró al país a un activismo furioso, a una presencia mediática constante. Ya podían estar en desacuerdo con el rumbo o las maneras del capitán, pero a nadie le cabía la menor duda de que en el timón había alguien. Y alguien determinado.

Hollande pretendió romper con semejante práctica del poder, que llevó al paroxismo la lógica presidencialista de la V República, y regresar a un tipo de presidencia más institucional, más lejana y reservada, más distante, que devolviera al primer ministro la responsabilidad en la dirección del Gobierno que constitucionalmente le corresponde. Lo que el presidente francés no calculó es que los franceses se habían habituado a la “hiperpresidencia” como a una droga. Y que privarles de ella iba a provocarles síndrome de abstinencia.

La aparente ausencia de Hollande en los primeros meses de su mandato, mientras las dificultades económicas arreciaban y el paro se disparaba, ha sido fulgurantemente sancionada por la opinión pública. Hasta el punto de que la confianza en el presidente francés ha caído vertiginosamente, entre 15 y 20 puntos, en sólo cinco meses. “Hollande infravaloró el hecho de que lo que se reprochaba a Sarkozy no era la concentración del poder en el Elíseo, sino el uso de ese poder”, opina el politólogo Stéphane Rozès, presidente de Conseils Analyses et Perspectives (CAP), quien añade: “Los franceses tuvieron la impresión, como con Jacques Chirac en 1995, de que se alejaba”.

“El ejercicio de la presidencia normal parece no haber convencido”, considera por su parte Pascal Perrineau, director del Centro de Investigaciones Políticas de Sciences Po, para quien “la presidencia bajo la V República no puede concebirse como la presidencia de un hombre sin cualidades”. Nadie quiere un presidente normal, sino excepcional.

Inquieto por su rápido desfondamiento, el presidente francés se ha visto obligado a desandar el camino. Aprovechando la reanudación del curso político, Hollande ha retomado el timón en detrimento de Jean-Marc Ayrault y ha multiplicado sus apariciones públicas, que culminó el 9 de septiembre con una comparecencia en televisión para anunciar al país una aceleración de las reformas. El Elíseo vuelve a mandar. Restablecida la anormalidad, falta ahora que los franceses aprecien su política de austeridad.


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