Desde el año 2003, último en el que la balanza comercial francesa se saldó con superávit, la situación no ha parado de degradarse y el déficit, de aumentar. Mucho se habla del déficit público y del endeudamiento del Estado francés. Pero el verdadero problema, el problema más grave, de la economía francesa es el creciente desequilibrio de sus intercambios comerciales. Mientras las cuentas públicas, mal que bien, van mejorando –el déficit de 2011, situado en el 5,5%, será finalmente inferior al previsto por el Gobierno–, la balanza comercial no para de deteriorarse.
En 2011, las exportaciones francesas crecieron un 8,6%, por detrás de las importaciones (11,7%), debido en buena parte –argumenta el Gobierno– al encarecimiento de las materias primas y la factura energética. Los sectores exportadores que obtuvieron el año pasado mejores resultados fueron el agroalimentario y el aeronáutico –merced al gran año de Airbus–, mientras que la industria farmacéutica y la automovilística tuvieron un año difícil.
Las perspectivas de mejora a corto plazo son inciertas, debido a la situación próxima a la recesión en que están sumidas la mayoría de las economías europeas. Porque Francia sigue exportando básicamente a Europa –60% de las exportaciones– y, dentro de la UE, a la zona euro (48%)
Su presencia en los mercados emergentes es, en cambio, muy discreta: únicamente el 7% de las exportaciones francesas tienen como destino Brasil, India, Rusia y China, país este último con el que la balanza es deficitaria en 27.200 millones de euros. Se trata del déficit bilateral más elevado que sufre Francia, al que le sigue el que mantiene con su principal socio y aliado, Alemania –de 16.500 millones de euros–.
En las últimas dos décadas, aún con ciertos altibajos, Francia no ha parado de perder cuota de mercado mundial frente al resto de grandes países exportadores. El año pasado se situó en el 3,3%, por delante del Reino Unido, pero por detrás de China, Alemania, Estados Unidos y Japón.
Si Francia cerró el año 2011 con un dato de crecimiento mejor que el de muchos de sus vecinos –del 1,7%–, merced a un cuarto trimestre positivo –+0,2%–, fue debido sobre todo al buen tono de la actividad industrial y al aumento de la inversión empresarial, completado por el mantenimiento de las exportaciones y un cierto retroceso de las exportaciones. Hasta ahora, sin embargo, el comercio exterior no ha contribuido globalmente al crecimiento económico, sino más bien lo contrario, lo ha lastrado.
Los expertos apuntan, como la causa principal, a la pérdida de competitividad de la industria francesa, que no ha parado de retroceder en los últimos años. En una década, la industria francesa ha pasado de representar el 27% del valor añadido en 1949 a apenas el 14% en la actualidad. En la última década se han perdido entre 500.000 y 700.000 empleos. Poco que ver con la realidad de los países del norte de Europa, con Alemania a la cabeza, con excedentes comerciales y donde la industria sigue siendo un puntal. En este sentido, Francia está más cerca de la realidad meridional, junto con Italia y España.
Diversos factores combinados han sido apuntados para explicar la pérdida de competitividad de la industria francesa: la fortaleza del euro, la fabricación de productos –fuera de notables excepsiones– de gama media, la modesta inversión en investigación, el olvido de las pequeñas y medias empresas, la semana laboral de 35 horas, los costes salariales y las cargas sociales que deben asumir las empresas y que encarecen el valor del trabajo: por cada 100 euros netos de salario, las empresas deban pagar 185 euros.
El cambio de este último sistema constituye el eje del último plan anticrisis aprobado por Sarkozy en el Consejo de Ministros del 8 de febrero, en la recta final de su quinquenato, a sólo dos meses y medio de la primera vuelta de las elecciones presidenciales.
El proyecto gubernamental, que ha iniciado ya su tramitación parlamentaria, consiste en exonerar a las empresas de una parte de las cargas sociales –en concreto, las que costean la política familiar– y financiar esta parte de la protección social por vía fiscal, aumentando en 1,6 puntos –hasta el 21,2%– el tipo medio del IVA. Este cambio debería entrar en vigor el próximo 1 de octubre. Pero para entonces, bien podría haber un nuevo presidente y un nuevo Gobierno. Y, según cómo, suspender su aplicación.
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