A medianoche de ayer, el Banco de Francia cerró sus buzones y no admitió ni un billete más. A medianoche terminaba el plazo legal límite para cambiar los últimos francos franceses –acuñados por primera vez en 1360 para pagar el rescate del rey Juan II, prisionero de los ingleses– por rutilantes euros. Diez años después de la adopción de la moneda única europa, los últimos rezagados hacían todavía incomprensibles colas frente a las oficinas del antiguo banco emisor para desembarazarse de sus últimos Curie (efigie del billete de 500 francos), Eiffel (200), Cézanne (100), Saint-Exupéry (50) y Debussy (20), como si no hubieran tenido todo el tiempo del mundo para hacerlo hasta ayer.
La mayor parte de quienes aguardaban a las puertas de las oficinas eran gente de edad avanzada –aunque no todos–, que en su mayor parte habían encontrado los viejos billetes en algún rincón olvidado. En general, se trataba de pequeñas cantidades. “Yo tengo un billete de 500 francos. Eso antes permitía vivir una semana. Ahora son 76 euros. No es nada”, constataba una mujer que culpaba al euro –como la mayoría de los franceses– del encarecimiento del coste de la vida.
Un sondeo realizado tiempo atrás situaba en el 69% la proporción de franceses que echaba de menos los tradicionales francos. El regreso al franco, en cambio, no es una reivindicación mayoritaria, por irrealista: sólo una tercera parte lo defienden. Así como algunos políticos soberanistas –como Marine Le Pen (Frente Nacional) o Nicolas Dupont-Aignan (Debout la République )– pero también de extrema izquierda –como Jean-Luc Melenchon (Frente de Izquierda)–.
El Banco de Francia esperaba haber cambiado viejos francos por valor de entre 50 y 60 millones de euros al final de la jornada. Una bagatela, si se tiene en cuenta que había perdidos en la naturaleza billetes por valor de casi 4.000 millones de francos, el equivalente a unos 600 millones de euros. Todos los billetes que a medianoche no habían sido cambiados ya no tienen hoy absolutamente ningún valor, ni siquiera como objeto de colección. Todo el dinero no recuperado –más de 500 millones de euros– se convierte en un regalo inesperado para las endeudadas arcas del Estado francés.
No es probable que haya tantos viejecitos olvidadizos en Francia. Seguramente, una parte de este dinero debía tener un origen poco confesable. En otros casos, los propietarios han preferido no tener que explicar a las autoridades por qué habían escondido ciertas cantidades de dinero. Algunos de ellos han acudido estos días a alguno de los casinos Barrière, donde podían probar suerte y jugárselos en la ruleta. Sin incómodas preguntas.
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