Sus nombres no dicen forzosamente nada al común de los mortales. Ni siquiera a los de nacionalidad francesa. Pero hay un día cada cinco años en Francia –el de la primera vuelta de las elecciones presidenciales– en que su escuálido peso político puede resultar fundamental para decantar la balanza. Situado en segundo lugar de la carrera electoral, a considerable distancia del candidato socialista, François Hollande, el presidente Nicolas Sarkozy se enfrentaba hace apenas dos semanas a la preocupante competencia de una multiplicidad de pequeños candidatos de derecha, que amenazaban con arañarle votos valiosísimos. Desde el anuncio oficial de su candidatura, el día 15, se ha producido una serie de bajas en cadena que han contribuido a despejarle el camino.
Para Sarkozy, la presencia de estas candidaturas testimoniales era esta vez –lo es todavía, aunque menos– altamente peligrosa, dada la fortaleza que presenta el Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen, con intenciones de voto que oscilan en este momento entre el 15% y el 17,5% pero que habían llegado al 21%, y la resistencia –en el otro flanco– del centrista François Bayrou, presidente del Movimiento Demócrata (MoDem), al que las encuestas vaticinan un resultado de entre el 7% y el 13%. La situación delicada del presidente francés, con una popularidad bajo mínimos, había hecho pensar a los analistas que el riesgo de un 21 de abril a la inversa era un escenario plausible.
El 21 de abril de 2002 la multiplicación de pequeños candidatos de izquierda al Elíseo clavó la puntilla al entonces primer ministro socialista Lionel Jospin, eliminado en la primera vuelta por el ultraderechista Jean-Marie Le Pen, para horror y estupefacción de la mayor parte del país. Jospin se quedó en la cuneta por unas pocas décimas –16,2%, por 16,9% del candidato y fundador del FN–, mientras que los siete candidatos menores de izquierda sumaban entre todos el 26,6%...
La posibilidad de que un resultado análogo pudiera repetirse diez años después, pero en este caso en detrimento del candidato de la derecha, ha sido un objeto recurrente de preocupación en el campo de Sarkozy, que se ha empleado a fondo para disuadir a los pequeños competidores. La primera y más peligrosa disidencia la atajó el presidente francés el pasado mes de octubre, cuando el presidente del Partido Radical y ex número dos del Gobierno, Jean-Louis Borloo, empeñado en reagrupar en torno suyo a la sensibilidad centrista de la mayoría presidencial, arrojó la toalla y renunció a presentar candidatura. Su decisión, que dejó huérfanos y desorientados a sus seguidores, podría verse próximamente recompensada con la presidencia en alguna gran empresa pública o parapública.
Después de Borloo, y al calor de la presenteción oficial de su candidatura a la reelección, Sarkozy ha conseguido la retirada del presidente del Nuevo Centro, el ex ministro Hervé Morin; de la también ex ministra Christine Boutin, líder del Partido Cristiano-demócrata, y del candifato del movimiento Caza, Pesca, Naturaleza y Tradiciones (CPNT), Frédéric Nihous. Todos ellos han pedido el voto para Sarkozy.
A pesar de todo, y al margen de Le Pen y Bayrou –ya presentes en las elecciones de 2007–, aún le quedan al presidente francés algunos obstáculos menores: el soberanista Nicolas Dupont-Aignan, líder del pequeño partido En pié la República , y Corinne Lepage, del minúsculo partido ecologista Cap21 –acreditados ambos de un 0,5% de los votos–. Y sobre todo el ex primer ministro Dominique de Villepin, egregio disidente movido por las rencillas personales hacia el presidente francés, a quien los sondeos otorgan entre el 1% y el 3% de votos. Villepin, abandonado por sus más destacados partidarios y lejos del listón del 5% a partir del cual el Estado reembolsa parte de los gastos de campaña, podría ser el próximo en rendirse.
Sondeos dispares
El efecto de la entrada en campaña de Nicolas Sarkozy es un misterio. Mientras algunos sondeos –como el de Ipsos– apuntan que nada ha cambiado y dan al socialista François Hollande una ventaja de siete puntos en la primera vuelta (32% a 25%), otros –como el de CSA–, constatan un sensible recorte de las diferencias: 28% a 27%.
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