“No es posible una victoria presidencial en Francia sin conquistar a las capas populares”, subraya el politólogo Pascal Perrineau, director del Centro de Investigaciones Políticas (Cevipof) de Sciences Po (ver entrevista adjunta). Sarkozy, en efecto, ganó hace cinco años con su apoyo: el 32% de los obreros y el 16% de los empleados le apoyaron en la primera vuelta, proporción que se elevó al 52% y el 55% en la segunda, seducidos por su promesa de elevar el poder adquisitivo –resumida en el eslógan “trabajar más para ganar más”– y su política de firmeza y mano dura en materia de seguridad e inmigración. La socialista Ségolène Royal quedó claramente por detrás en este segmento, mientras el viejo león de la extrema derecha, Jean-Marie Le Pen, fundador del Frente Nacional (FN), caía a su más bajo nivel histórico. Sarkozy pudo jactarse, con razón, de haber atraído a esos votantes hacia la derecha republicana.
Pero el espejismo duró poco. Antes de cumplir un año en el Elíseo, la popularidad del nuevo presidente cayó por los suelos, sobre todo entre esas clases populares, y nunca más se ha recuperado. Su comportamiento y su personalidad –que rompían con la imagen tradicional que los franceses esperan del jefe del Estado–, su indisimulada proximidad con los más ricos –a quienes hizo varios regalos fiscales– y, sobre todo, el incumplimiento de sus promesas –“¿Qué quieren que haga si las cajas están vacías?”, exclamó en enero de 2008 al ser preguntado por el poder adquisitivo mientras alardeaba de su nueva relación sentimental con la que devendría su esposa, Carla Bruni– hundieron su imagen ante los franceses. Antes incluso del estallido de la crisis económica y financiera.
Hoy, todos los sondeos de opinión vaticinan una auténtica debacle de Sarkozy entre el electorado popular. Las encuestas de intención de voto le dan sólo un 14% de apoyos entre los obreros (Ipsos), muy por detrás del socialista François Hollande (31%) y de la nueva líder del FN, Marine Le Pen (33%), que va en cabeza. Entre los empleados, las diferencias son menos acusadas, pero siguen dejando al presidente en mala postura.
Cara a la segunda vuelta, las cosas no hacen sino empeorar. “La decepción de los obreros con Nicolas Sarkozy es tal que una aplastante mayoría cuenta con votar a Hollande –más del 60%– o, más exactamente, no votar a Sarkozy”, subrayaba recientemente el analista Philippe Chriqui en Le Nouvel Observateur. Los votantes de Le Pen en la primera vuelta darían así el salto, en la segunda, hacia el candidato del PS para castigar al presidente saliente. “Su palabra ya no es creíble”, opinaba a su vez en Libération François Miquet-Marty, director asociado del instituto Viavoice.
Los socialistas, que en los años 90 retrocedieron drásticamente entre el electorado popular –desgastados por su actuación en el poder– intentan aprovechar la pérdida de pie de Sarkozy para recuperar parte del terreno perdido. Por el momento, François Hollande parece haber conseguido arañar algunos punto más de apoyo de los que su ex compañera sentimental y madre de sus cuatro hijos, Ségolène Royal, obtuvo hace cinco años, aunque sin experimentar un salto espectacular.
Todo lo contrario de Marine Le Pen, una auténtica revelación, que está recogiendo una buena parte del voto de descontento de las clases populares. Con una imagen más aceptable y moderna que la de su sulfuroso padre, un discurso menos agresivo que el que tradicionalmente había tenido el FN –donde las propuestas sociales han ocupado el lugar de las arengas antisemitas– y unos planteamientos descaradamente populistas y nacionalistas –con propuestas radicales como el abandono del euro–, Le Pen está recuperando con creces lo que Sarkozy les robó en 2007.
El presidente, que no ha confirmado oficialmente todavía su decisión de presentarse a la reelección –un “secreto de Polichinela”, como gustan de decir los franceses–, es perfectamente consciente de su delicada situación y multiplica últimamente los gestos dirigidos hacia esta franja del electorado. No hay semana en que Sarkozy no pise al menos una fábrica –como sus adversarios, por otra parte–, mientras hace gala de su legendario activismo para evitar que la quiebra de una industria emblemática hunda definitivamente sus esperanzas de recuperación. Así, no ha dudado en recurrir a los empresarios amigos –Bernard Arnault, presidente de LVMH, y Henri Proglio, patrón de EDF– para salvar del cierre a empresas tan dispares como Lejaby o PhotoWatt, convertidas en símbolo nacional de una industria francesa vampirizada por la mundialización y las deslocalizaciones.
El próximo movimiento del presidente, como puede verse en una entrevista aparecida ayer en Le Figaro Magazine, es reabrir la caja de las esencias y atacar de nuevo con los viejos hits de la inmigración, la seguridad o el frauda a la asistencia social. Aderezados en esta ocasión con el guiño populista de recurrir en ciertos casos al referéndum. Sarkozy parece tentado de aplicar la misma fórmula que le aupó al poder en 2007. La diferencia es que hoy ya no puede encarnar el cambio.
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