El Partido Socialista francés bulle de nuevo, de ansia y de ambición, ante la verosímil perspectiva de alcanzar el Elíseo en las próximas elecciones presidenciales, convocadas oficialmente esta semana para el 22 de abril y el 6 de mayo de 2012. Treinta años después del histórico triunfo de François Mitterrand –el único presidente de izquierda de la V República– el 10 de mayo de 1981, sus hijos políticos se agitan por ver quién se hace con su herencia y asume el reto de tratar de emular su victoria, poniendo fin a la aventura de Nicolas Sarkozy como el líder histórico del PS acabó con la de Valéry Giscard d'Estaing. Esto es, a las primeras de cambio.
Una imagen ha asaltado esta semana, obstinadamente, a los franceses: el perfil de François Mitterrand desvelándose parsimoniosamente en la pantalla de televisión en el momento en que el presentador anunciaba el nombre del triunfador de 1981. Videoclips, jornada de puertas abiertas en el PS, actos conmemorativos, un concierto –sin discursos–, documentales, reportajes, libros varios… han jalonado una celebración que no ha sido precisamente del gusto de todo el mundo.
“Nadie celebró en 2009 el 40º aniversario de la elección de Georges Pompidou…”, se quejaba días atrás la principal víctima electoral de Mitterrand, Giscard d'Estaing –quien todavía no ha perdonado el doble juego que desplegó Jacques Chirac hace tres décadas–. El ex presidente de la UDF se preguntaba, mordaz, ante este doble rasero, si ser de izquierda constituía “una prima”… El trajín mediático no ha conseguido sacar a la sociedad francesa de una indiferencia benevolente –¡Mitterrand queda tan lejos!–, pero ha servido al PS para intentar enardecer a sus tropas a sólo cinco meses de las elecciones primarias de las que debe surgir el candidato socialista a la presidencia de la República.
Los principales aspirantes –declarados o emboscados– al Elíseo, epígonos del presidente desaparecido, han tratado de un modo u otro de apropiarse estos días de la memoria de Mitterrand. De su legado de conquistas sociales, puesto patas arriba hoy por la crisis y la política de Sarkozy. De su estrategia de unión de la izquierda, que tan cara le costó al hoy diezmado Partido Comunista. De su férrea determinación, que le llevó a convertirse en el primer estadista socialista elegido directamente por los ciudadanos en Europa. Todos aspiran a reencarnar el mismo espíritu de esperanza que estremeció hace treinta años a media Francia, mientras la otra mitad contenía el aliento.
Sólo Dominique Strauss-Kahn, director general del Fondo Monetario Internacional (FMI), quien fue ministro de Industria del presidente socialista, se ha mantenido a distancia, haciendo gala de la misma discreción –cargo obliga– que muestra en el debate preelectoral del PS. Strauss-Kahn, a quien la derecha pretende erosionar políticamente subrayando su elevado tren de vida –fruto de la fortuna familiar de su mujer–, sigue apareciendo como el mejor situado para batir a Sarkozy en 2012. Por ahora.
La calculada indefinición de Strauss-Kahn sobre sus intenciones –no por ello menos transparentes– mantiene forzosamente a la expectativa a Martine Aubry, con quien suscribió en 2008 un pacto no escrito de apoyo mutuo que aupó a la hija de Jacques Delors a la jefatura del partido. Ministra de Trabajo con Mitterrand –a quien rindió homenaje esta semana en un acto del PS–, la primera secretaria de los socialistas podría forzar su candidatura, apelando a la legitimidad de su liderazgo –como le empujan sus colaboradores–, si DSK renuncia o su candidatura pierde fuelle.
Mientras Strauss-Kahn y Aubry se observan sin pestañear, otro mitterrandista, François Hollande –el único del cuarteto que no fue ministro, aunque estuvo en el gabinete del Elíseo–, avanza a grandes zancadas. Hace unos meses nadie daba un céntimo por el prudente antecesor de Aubry. Hoy, en cambio, los sondeos registran su alza imparable. Hollande lleva meses recorriendo Francia, al estilo de Mitterrand, de quien no porque sí subrayó su “tenacidad, perseverancia y obstinación” en un discurso simbólico pronunciado esta semana en Château-Chinon, el pueblo de Borgoña del que el antiguo presidente fuera alcalde.
Ninguno de los tres debería menospreciar, sin embargo, a la malograda candidata socialista al Elíseo en 2007, Segolène Royal, ministra también –de Medio Ambiente– bajo Mitterrand. Con una popularidad a la baja y relativamente aislada en el partido, Royal –por lo demás, ex compañera sentimental y madre de los cuatro hijos de Hollande– parecería condenada al fracaso, pero su capacidad de recuperación es legendaria. Con la osadía que la caracteriza, Royal celebró el aniversario de la victoria de 1981 con un lema de evocaciones miterrandianas: “La fuerza ciudadana”.
División
Para unos fue motivo de júbilo. Para otros, un trauma. Si la elección de François Mitterrand como presidente de la República, el 10 de mayo de 1981, dividió a Francia en dos, su figura sigue provocando treinta años después la misma fractura. Así lo pone de manifiesto un sondeo realizado por el instituto de opinión BVA, donde detrás de un aprobado general y generoso a sus 14 años de presidencia –un 60% de los franceses los juzgan positivos– se esconde una neta división entre simpatizantes de la izquierda –donde Mitterrand alcanza una popularidad del 89%– y simpatizantes de la derecha, la mayoría de los cuales –el 73%– emite un juicio severo sobre el presidente socialista.
Lo más llamativo, según subrayan los analistas que han realizado el estudio, es que mientras las críticas desde la izquierda –que las tuvo, y fuertes– han ido disminuyendo, las de la derecha no sólo se mantienen sino que han aumentado en los últimos cinco años. Algo que vinculan al sistemático trabajo de demolición ideológica emprendida por el actual presidente de la República, Nicolas Sarkozy, que ha desmontado o desactivado algunas de las más significativas reformas de Mitterrand y de los socialistas: desde la edad de jubilación –que de los 60 años a que la bajó el líder socialista ha subido ahora a 62– hasta la reducción del tiempo de trabajo, a 39 primero y a 35 horas semanales después –desnaturalizada por las excepciones–, pasando por el impuesto sobre la fortuna, que, sin suprimirlo, la derecha ha ido limando en los últimos años, la última vez esta semana.
Las reformas sociales, la abolición de la pena de muerte, la apuesta europea –con el tratado de Maastricht y el euro– y las grandes obras culturales y arquitectónicas –Ópera Bastilla, Pirámide del Louvre, Gran Arco de La Défense, Biblioteca Nacional...– son los elementos más relevantes que los franceses retienen hoy de los dos septenatos de Mitterrand, que se beneficia de la benevolencia habitual hacia todos aquellos que han dejado el mundo de los vivos.
Las almas que hoy se indignan por la ejecución de Bin Laden por Estados Unidos han olvidado ya la bomba colocada por los servicios secretos franceses en el Rainbow Warrior, que mató a un fotografo de Greenpeace. Al igual que el espionaje masivo –a través de escuchas ilegales– organizado por el Elíseo, los casos de corrupción y los numerosos engaños, así fuera sobre su pasado vichysta. su enfermedad o su doble vida familiar.
Los escándalos han quedado atrás, sepultados. Laurent Fabius, quien fuera uno de sus primeros ministros, ha comentado con distanciada ironía la volatilidad de la opinión: “Hoy Mitterrand es adulado, pero fue el hombre más detestado de Francia, lo que no deja pocas esperanzas para muchos de nosotros”.
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