Como cada mes de mayo, alguien se ha acercado a depositar flores en el llamado Muro de los Federados, en una esquina del cementerio de Père Lachaise de París. Aquí, contra esta tapia, fueron ejecutados por las tropas versallesas del mariscal Mac-Mahon, hace ahora 140 años, los últimos combatientes de La Comuna, que se habían batido a la desesperada, a falta de fusiles con navajas, entre las célebres tumbas del camposanto.
Era el 28 de mayo de 1871. Ese día terminó, ahogada en sangre, la que Karl Marx juzgó como la primera insurrección proletaria de la historia. No porque sí, los dirigentes históricos del comunismo francés han buscado en este rincón, junto a la memoria de los “communards”, su lugar de reposo… La Comuna fue, después de las de 1789, 1830 y 1848, la última –Mayo del 68 no llegó a serlo- revolución francesa. El último levantamiento popular de una ciudad, París, que lleva la rebelión en la sangre.
Todo empezó con una derrota militar. El 2 de septiembre de 1870, tan sólo seis semanas después de haber declarado alegremente la guerra a Prusia, el imprudente emperador Napoleón III caía prisionero de los alemanes en Sedan (Ardenas), el mismo lugar -por cierto- por donde los tanques de Rommel atacarían en 1940. Poco después, las tropas prusianas alcanzaron París, sometiendo a la capital a un duro asedio que se prolongaría hasta la rendición final el 28 de enero, después de tres semanas de bombardeos.
Durante cuatro meses, mientras el kaiser Guillermo se hacía nombrar emperador de Alemania en el salón de los espejos de Versalles, los parisinos –no los de los barrios ricos, desde luego- se morían literalmente de hambre, obligados a comer ratas y hacer caldo con los huesos de los cadáveres desenterrados… La ira y el resentimiento de las clases populares, acrecentada por los términos de la capitulación aceptada por el nuevo poder republicano, mayoritariamente conservador, acabaría pronto por explotar.
El detonante de la violencia, el desencadenante de la furia popular, fue la decisión del nuevo Gobierno de Adolphe Tiers –instalado en Versalles precisamente por temor al tumultuoso carácter parisino- de enviar el 18 de marzo a un regimiento del ejército regular a hacerse, por precaución, con 200 cañones apostados en Montmartre que estaban en manos de la Guardia Nacional, una milicia ciudadana creada en la época de la Revolución. La multitud, secundada por la Guardia, se amotinó. Y ebria de cólera linchó a dos generales. El Gobierno ordenó entonces al ejército su repliegue a Versalles.
Con la ciudad de repente en sus manos, los revolucionarios autoproclamaron el 28 la Comuna, un caleidoscópico gobierno ciudadano integrado por jacobinos, radicales, anarquistas, y con una notable presencia en sus filas de guardias nacionales, obreros, empleados y… periodistas. Más libertario que comunista –una apelación que todavía no había surgido en aquel momento- el nuevo poder izó la bandera roja en el Ayuntamiento y se dispuso a derribar el orden establecido. En dos meses se publicaron numerosos decretos, de muy diversa índole: liquidación de los plazos debidos por los inquilinos a los caseros, prohibición del trabajo nocturno en las panaderías, separación entre la Iglesia y el Estado, gratuidad de la educación pública… Y una medida antimilitarista simbólica: el desmantelamiento de la columna erigida por Napoleón I en la plaza Vendôme para celebrar su victoria en la batalla de Austerlitz.
Apoyado en la fuerza de la Guardia Nacional -cuyos batallones estaban agrupados en una Federación, de ahí el nombre de “federados”- y respaldado activamente por unos 300.000 parisinos, el nuevo poder de La Comuna se enfrentó sin embargo enseguida a graves problemas de solidez: divisiones internas, caos organizativo, aislamiento…
Mientras en París se discutía sobre cómo arreglar el mundo y se festejaba la revolución, las fuerzas gubernamentales tuvieron el tiempo suficiente para reorganizarse. Andrew Hussey, en el segundo tomo de su historia sobre París, subraya cómo los “communards” perdieron un tiempo precioso antes de decidirse a atacar a las tropas acantonadas en Versalles, lo que hicieron finalmente la noche del 2 de abril en un completo y dramático desorden. “Mientras los efectos del vino y la euforia se difuminan en las primeras luces del alba, los obreros son abatidos por decenas, luego por centenas”, escribe Hussey. Derrotados en sucesivos combates, los “communards” se vieron forzados a replegarse a París, donde erigieron barricadas en toda la ciudad a la espera del inevitable contraataque de los versalleses. Éste llegó finalmente el domingo 21 de mayo.
Mientras los parisinos se entregaban a la fiesta y a la bebida en el jardín de las Tullerías, donde se había organizado un multitudinario concierto, 60.000 soldados a las órdenes del mariscal Mac-Mahon se lanzaron al asalto en París. Cuando los “communards” se quisieron dar cuenta, el ejército gubernamental controlaba ya media ciudad sin haber encontrado apenas resistencia. Acababa de empezar la que sería conocida como la Semana Sangrienta.
Los combates que se libraron en los días posteriores en la ciudad fueron de una violencia inusitada. Y la venganza perpetrada por el Gobierno, de una crueldad pavorosa. El ejército, con órdenes expresas de no hacer prisioneros, fusilaba sistemáticamente sobre la marcha a todos los combatientes –o sospechosos de serlo- capturados en su avance. Acorralados, los “communards” ejecutaron a los rehenes que mantenían prisioneros –un centenar de personas, básicamente religiosos, entre ellos el arzobispo de París- y prendieron fuego a los grandes edificios de la capital: los palacios de las Tullerías y de Orsay –destruidos para siempre-, el Hôtel de Ville, el Palacio de Justicia, el palacio de la Legión de Honor, el Tribunal de Cuentas… fueron pasto de las llamas. Densas columnas de humo se elevaban por todo París, mientras los cadáveres se amontonaban en las calles y un hedor a muerte emponzoñaba el aire.
“El suelo está cubierto por sus cadáveres. Este espectáculo horrible servirá de lección”, escribió fríamente Adolphe Tiers al día siguiente de que los últimos “communards” fueran ejecutados en el cementerio de Père Lachaise. El balance de la Semana Sangrienta y de la represión que cayó sobre la ciudad en los días posteriores dejó cerca de 20.000 muertos y alrededor de 40.000 presos. “Es, a la escala de una ciudad, una salvajada equivalente a la de la guerra civil española sesenta y cinco años más tarde”, ha valorado el ensayista Alain Minc en su personal “Una historia de Francia”.
En la misma colina de Montmartre donde el pueblo de París se había levantado, los vencedores decidieron erigir un templo expiatorio de inmaculados muros blancos. A modo de resarcimiento. A modo de desafío, también. Hoy, millones de turistas visitan cada año la basílica del Sacré-Coeur completamente ajenos a su profundo significado.
Numerosas personas se acercan estos días al Hôtel de Ville para ver la exposición conmemorativa sobre La Comuna montada por el Ayuntamiento, donde pueden percibirse –a través de fotos y grabados de la época, de bandos y actas manuscritas- la efervescencia revolucionaria que dominó París entre marzo y mayo de 1871, la esperanza y el miedo que despertó la insurrección, la violencia y la destrucción que asolaron la ciudad. En el libro de visitas, alguien ha dejado escrito: “¡Viva la Comuna!”.
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