A Dominique Strauss-Kahn, 62 años, ángel caído del socialismo francés y las finanzas mundiales, su apellido compuesto le viene de dos abuelos imposibles. Dos abuelos paternos. Su padre, Gilbert Strauss-Kahn, un consejero jurídico y fiscal de origen judío alsaciano, había recibido el doble apellido de la extraña adición de linajes formada a partir de su padre biológico –y legal-, Gaston Strauss, y su padre adoptivo –amante y marido de su madre cuando ésta enviudó-, Marius Kahn.
Esta doble y conflictiva identidad heredada, desvelada por el periodista Michel Taubmann en su biografía “La verdadera novela de Dominique Strauss-Kahn”, parecería haberse incrustado como una segunda piel en la personalidad del hasta ahora director general del Fondo Monetario Internacional (FMI), quien en una ínfima fracción de tiempo, al filo del mediodía del sábado 14 de mayo, basculó de su condición de gran esperanza blanca del socialismo francés para vencer a Nicolas Sarkozy en las elecciones presidenciales del 2012 a la de presunto criminal, acusado de agresión sexual e intento de violación de una mujer de la limpieza de un hotel de Nueva York. De la gloria plausible del Elíseo al infierno de la prisión de Rikers Island en unos minutos.
Dominique Strauss-Kahn,
DSK, son dos personas, siempre lo han sido. Una de ellas es el brillante profesor de economía reconvertido en jefe de filas del ala socialdemócrata del Partido Socialista francés. Un político de solvencia reconocida, de seriedad indiscutible y profundo sentido del Estado. Una persona dotada de una inteligencia excepcional y de una memoria prodigiosa, capaz de hablar fluidamente francés, inglés, alemán y español, y de seguir una conversación en árabe. Un hombre natural y franco, con encanto –ese
charme tan francés- y dotado de un acendrado sentido del humor.
Junto a él, indisociablemente unido, hay también un hombre entregado sin freno a los placeres de la vida, “demasiado gozador” en opinión de algunos de sus amigos, diletante y negligente en su comportamiento –lo que más de una vez le había merecido los reproches del que fuera primer ministro socialista Lionel Jospin-, y libertino… Su pasión (pulsión) por el sexo y las mujeres le habían valido una extendida fama de seductor. Sólo que, a veces, la seducción rozaba –si no superaba- el acoso sexual.
Su trayectoria política, trufada de altibajos, aparece marcada por sonados tropiezos. Como si esa segunda personalidad se afanara obcecadamente por hacerle la zancadilla a
la primera. Tras velar sus primeras armas como ministro delegado -esto es, subalterno- de Industria en los gobiernos de Edith Cresson y Pierre Bérégovoy entre 1991 y 1993, ya en la etapa final de François Mitterrand, Dominique Strauss-Kahn fue catapultado –gracias al inesperado triunfo electoral de Jospin en 1997- al Ministerio de Economía, desde donde contribuyó al nacimiento del euro y a la instauración de las 35 horas. Pero en la cresta de la ola, una sucesión de escándalos en los que se vio involucrado –y por uno de los cuales fue procesado, aunque después exculpado- le obligó a dimitir de su cargo sólo dos años después. Por inatención, por frivolidad, por ligereza.
Allí estaba, como estaría siempre después, para recoger los pedazos, su esposa,
la periodista Anne Sinclair, con quien se había casado en terceras nupcias en noviembre de 1991, dos años después de haberse conocido en un plató de televisión. Dominique Strauss-Kahn, padre de cuatro hijos –fruto de sus dos matrimonios anteriores con Hélène Dumas y Brigitte Guillemette-, rompió con todo para unir su vida a la de quien entonces era la periodista televisiva más popular y deseada de Francia. Además de un buen partido: nieta del célebre marchante de arte Paul Rosenberg –representante de Picasso, Braque y Matisse-, judía como él y también casada –madre a su vez de dos hijos-, Sinclair era la heredera de una importante fortuna, que les ha permitido poseer en la madurez un valioso patrimonio, integrado por dos apartamentos en París –uno de ellos en la carísima plaza de los Vosges, en el Marais-, una casa en el barrio de Georgetown, en Washington, y un
riad en Marrakech.
Obligada, por propio sentido de la deontología, a abandonar su célebre programa político 7 sur 7 , en TF1, cuando nombraron a su marido ministro de Economía en 1997, apartada de la pantalla y finalmente despedida en 2001 por la dirección de la cadena, Anne Sinclair se dedicó desde entonces a respaldar la carrera política de su esposo. Y a restañar las heridas de sus sucesivos fracasos. El siguiente se produjo a finales del 2006, cuando Strauss-Kahn –junto a Laurent Fabius- fue batido de forma inmisericorde en las primarias socialistas para elegir a su candidato al Elíseo por Ségolène Royal, a quien DSK cometió el grave error de menospreciar. Pecado esta vez de soberbia y arrogancia.
Lo peor, sin embargo, estaba aún por venir. Mejor dicho, por aflorar, porque en realidad llevaba tiempo incubándose. En febrero del 2007, una joven periodista, Tristane Banon –amiga de una de sus hijas-, acusó públicamente en un programa de televisión a Strauss-Kahn de haber intentado violarla en el año 2003. El nombre del ex ministro socialista no salió por antena –tapado por un pitido-, por el temor de la productora a ser llevada a los tribunales por difamación. Y tampoco ningún medio de comunicación se hizo eco, no habiendo –como no había- ninguna denuncia de por medio.
Era un aviso muy serio, que DSK desoyó. Como el que le hizo en su blog el periodista Jean Quatremer poco después de su nombramiento como director general del FMI, en noviembre del 2007: “El único verdadero problema de Dominique Strauss-Kahn es su relación con las mujeres. Demasiado perentorio, roza a menudo el acoso”. Entre los periodistas políticos franceses –sobre todo entre las mujeres, reacias a entrevistarle a solas-, el carácter incoveniente de sus aproximaciones era un secreto a voces. Una suerte de adicción que sus amigos disculpaban y su esposa prefería no ver. El propio presidente Nicolas Sarkozy llegó a advertirle de la necesidad de guardar una conducta irreprochable en un país tan exigente en este terreno como Estados Unidos…
Para nada. En octubre del 2008, como una cruel premonición de lo que acabaría pasando después, Strauss-Kahn tuvo que disculparse públicamente –y salvó de milagro el puesto- por haber mantenido una relación adúltera con una de sus subordinadas en el FMI, la economista húngara Piroska Nagy. Su fugaz amante acabaría describiendo a su superior como un hombre “incapaz de dirigir una organización con mujeres bajo su mando”. Anne Sinclair salió una vez más sin titubear en defensa de su marido, objeto de toda suerte de chanzas. En 2009, el humorista Stéhane Guillon haría una sátira cruel en France-Inter, poco antes de que Strauss-Kahn fuera entrevistado en la misma antena, advirtiendo al personal femenino de que se habían tomado todas las medidas necesarias para salvaguardar su integridad: “Que no haya pánico, pondremos bromuro en su café”.
No se puede decir que Dominique Strauss-Kahn no fuera consciente de su debilidad. En una conversación con periodistas del diario Libération, el pasado 28 de abril, DSK reconocía cuáles eran los tres flancos por los que podía ser atacado durante la campaña de las elecciones presidenciales: el dinero –en un país donde los ricos están muy mal vistos-, su condición de judío –a causa de la permanencia de resabios antisemitas- y las mujeres.“Me gustan las mujeres ¿y qué?”, comentó desafiante a sus interlocutores, ante quienes fantaseó con la hipótesis de que alguien pudiera montar contra él una falsa acusación de violación… Dieciséis días después, Strauss-Kahn era detenido por la policía neoyorquina en un avión de Air France a punto de despegar hacia París.
¿Temerario, Strauss-Kahn? A punto de cumplir 11 años, el 29 de febrero de 1960, un terrible terremoto destruyó la ciudad marroquí de Agadir, adonde sus padres, Gilbert Strauss-Kahn y Jacqueline Fellus –periodista, de origen tunecino-, se habían mudado unos años antes. Más de 15.000 personas perdieron la vida en aquella catástrofe, pero nadie de su familia. Suficiente para alimentar una presunción de invulnerabilidad.