Las 22 regiones
creadas en 1972 en Francia serán reducidas a 14 –o incluso menos– y ganarán
nuevas competencias cuando se apruebe la reforma territorial impulsada por
François Hollande, empeñado en simplificar el actual entramado administrativo y
reducir el gasto superfluo generado por las duplicidades. Los optimistas hablan
de 10.000 millones de ahorro. La reforma será, sin embargo, más modesta de lo
que en el inicio se había anunciado y su nacimiento lleva una vez más la marca
de la precipitación. Así como la del dirigismo. El francés no deja de ser un
regionalismo jacobino. Todo se decide donde siempre: en el palacio del Elíseo.
El nuevo mapa de las regiones francesas quedó
definitivamente dibujado hacia las nueve de la noche del lunes en una reunión
que mantuvieron en el Elíseo el presidente francés con su primer ministro,
Manuel Valls; los ministros de Interior, Bernard Cazeneuve, y de Reforma del
Estado y Descentralización, Marylise Lebranchu, y el secretario de Estado para
la Reforma Terrtitorial, André Vallini. Los diarios regionales, a los que
Hollande había enviado una tribuna explicando la reforma para ser publicada al
día siguiente, esperaban con creciente impaciencia el nuevo mapa. Y, de paso,
el número definitivo de regiones, que en el artículo del presidente aparecía
designado vagamente con tres X. No es de extrañar que la oposición se lanzara
ayer sobre el presidente acusándole de nuevo de improvisación y ‘amateurismo’.
El modo en que el nuevo mapa ha sido definido, a falta de
que pueda ser enmendado durante su tramitación parlamentaria –a lo que el
Gobierno no se opone, como ayer subrayó Valls, siempre que vaya en la línea de
reducir aún más el número de regiones–, constituye una nueva manifestación de
la forma de hacer del presidente francés. En busca siempre del compromiso,
Hollande multiplicó el lunes las consultas telefónicas con los barones
territoriales socialistas y se plegó a las exigencias de algunos de ellos.
Así, su amigo Jean-Yves Le Drian, ministro de Defensa, le
convenció de no fusionar la Bretaña con la vecina región de País del Loira,
pese a que uno de sus departamentos –el del Loira Atlántico, con capital en
Nantes– había pertenecido históricamente al territorio de Bretaña y que el
exprimer ministro Jean-Marc Ayrault defendía la reunión. El País del Loira
quedó, sin embargo, en reserva, sin fusionarse con ninguna de sus otras
vecinas. Hollande también aceptó el planteamiento de Martine Aubry, alcaldesa
de Lille, de dejar Nord-Pas de Calais como estaba y fusionar la Picardía,
vocacionalmente dirigida hacia el norte, con Champagne-Ardenas... Un bricolaje,
pues, que no responde necesariamente a vínculos históricos o culturales.
Para minimizar los problemas y los focos de oposición, el
presidente descartó desde el principio revisar los territorios actuales de cada
región, de manera que las fusiones se harán en bloque, sin desgajar ni
trasvasar departamentos. Pero las protestas ya han empezado a hacerse oir. El
presidente de Languedoc-Rosselló, Christian Bourquin, por ejemplo, advirtió que
no piensa aceptar la fusión con Midi-Pirineos, que juzgó como una
“humillación”.
El proyecto de Hollande es potenciar, por arriba, las
regiones y, por abajo, las intermunicipalidades –especie de mancomunidades–,
con el fin de lograr agrupaciones de 20.000 habitantes para prestar servicios
comunes. En este esquema, los consejos generales de departamento –una suerte de
diputaciones– están llamados a desaparecer y así lo anunció en su día el
presidente francés. Pero la imposibilidad de reunir una mayoría suficiente para
cambiar la Constitución ha hecho que este objetivo se posponga hasta el año
2020. Hollande se limitará, pues, a vaciar al máximo las competencias de los
departamentos con la esperanza de que acaben cayendo como fruta madura. Pero
ahí se acaba su osadía: los consejeros seguirán en sus
cargos.
Más competencias, pero sin exagerar
La reforma territorial impulsada por Hollande quiere
potenciar los niveles regional y supramunicipal en detrimento del departamental
–o provincial–. Las regiones ganarán, pues, nuevas competencias y atribuciones,
en detrimento de los consejos generales de departamento, que quedarán
progresivamente vacíos de substancia. Toda comparación con las comunidades
autónomas españolas, con competencias infinitamente superiores, es abusiva.
Hasta ahora, las regiones francesas –con un presupuesto más bien exiguo– tenían
como principales funciones la gestión del transporte ferroviario de ámbito
regional y de los liceos, esto es, los institutos de enseñanza media superior
–de los centros, que no de la educación–, así como la prestación de
subvenciones para fomentar la actividad económica y el empleo, y de las
actividades culturales. Con la reforma proyectada, ganarán la gestión de todo
el transporte de ámbito regional –incluido el transporte interurbano por
carretera–, los 'collèges' –los centros de la enseñanza
equivalente a la ESO española–, los equipamientos rurales y las carreteras no
nacionales, además de quedarse en exclusiva la política de subvenciones al
fomento de la economía (política ahora duplicada). La distribución de las
ayudas sociales, en cambio, irá más bien hacia las “intermunicipalidades”.
Queda la cuestión de los recursos económicos de las regiones, sobre los que el
Gobierno se mantiene extremadamente vago.
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