La familia. Como motor, como refugio. Como prisión y como
tormento, también. Pero siempre en el centro de todo. Para Valeria
Bruni-Tedeschi, de 49 años, la familia es el eje de su vida y de su trayectoria
artística. Viniendo de una italiana, parece un tópico. Sólo que, en su caso, el
cliché casa a la perfección con la realidad. Actriz y realizadora
cinematográfica, además de “hermana de” –la sombra de Carla Bruni siempre la ha
oscurecido un poco-, Valeria Bruni-Tedeschi ha construido su carrera como
directora en torno a su historia personal y familiar. Y en sus películas ha recurrido
siempre a su familia para interpretar a los personajes principales. Su tercer
filme, “Un castillo en Italia”, actualmente en las carteleras españolas, no ha
escapado tampoco a la regla.
Historia de una familia de la alta burguesía venida a menos,
con la madre obligada a desprenderse del castillo que posee en el norte de
Italia, una hija actriz que vive a caballo de París y la casa familiar, y un
hijo que muere de sida, “Un castillo en Italia” guarda enormes similitudes con
la vida de los Bruni-Tedeschi. La realizadora franco-italiana no niega las
semejanzas, aunque tiende a relativizarlas. Su madre, Marisa Borini –que asume
en la película su propio papel, por el que fue nominada al César a la mejor
actriz en un papel secundario en el pasado Festival de Cannes- asume, en cambio, sin ambages, su carácter
biográfico. “Es la historia de nuestra familia”, ha dicho.
A pinceladas, de forma fragmentada, la historia de la
familia Bruni-Tedeschi aparece en “Un castillo en Italia” –la tercera película
de la directora- como aparecía ya en “Es más fácil para un camello” (2003),
donde abordaba la relación con su hermana y la inminente pérdida de su padre
enfermo – “No es una autobiografía, sino un autorretrato”, alegó entonces-, y
en “Actrices” (2007), sobre una actriz en la cuarentena y en plena crisis, que
se enamora de un actor más joven. El intérprete, Louis Garrel -19 años más joven
que Valeria Bruni-Tedeschi- se convirtió a raíz de esta película en el
compañero sentimental de la actriz y realizadora, que hasta entonces había
mantenido una relación con el director italiano Mimmo Calopresti.
Bruni-Tedeschi y Garrel adoptaron en el 2009 una niña,
Céline, y en el 2012 se separaron. Lo que no ha impedido que la directora
pensara en su “ex” para interpretar en su nueva película el papel de su
enamorado. “Cuando escribí el guión tenía ganas de que fuera él”, ha confesado,
“me gusta rodearme de la gente a la que quiero”.
En las películas de Valeria Bruni-Tedeschi, la ficción y la
realidad se entremezclan hasta difuminar todas las fronteras. En su caso no se
trata de un accidente, sino de una vocación. Su madre ha hecho de su madre en
las tres películas. Y si su hermana, Carla Bruni, no ha hecho otro tanto es
porque en su momento declinó la invitación. “Para mí, la familia constituye un
motor de creación esencial” -ha dicho-. Todo parte de y conduce de nuevo a la
familia”. Una familia percibida como “identidad” y como "prisión” de la que hace
falta liberarse para devenir uno mismo.
Sobre todo del padre, esa figura totémica que presidió la
infancia de Valeria Bruni-Tedeschi. “Yo creo que una chica tiene que
‘divorciarse’ de su padre para poder estar con otro hombre, pero ocurre que
cuando el padre es demasiado seductor, eso se convierte en algo muy difícil y
doloroso”, declaró en una ocasión.
El padre, ese padre idolatrado, desaparecido en 1996, era
Alberto Bruni-Tedeschi, un industrial –fundó la CEAT (Cavi Elettrici Affini
Torino), una industria de neumáticos después integrada en Pirelli- que en una
segunda vida se dedicó a componer óperas. Valeria, nacida el 16 de noviembre de
1964 en Turín, fue la segunda hija del matrimonio formado por Alberto
Bruni-Tedeschi y Marisa Borini, actriz y concertista de piano. El primogénito,
Virginio, murió a causa del sida en el 2006. Y la tercera, Carla, se
convertiría en el miembro más famoso de la familia, merced a una carrera
doblemente exitosa –top model primero, cantautora después- y a su matrimonio
con Nicolas Sarkozy, que la convirtió en primera dama de Francia. La más auténtica
Bruni, sin embargo, es Valeria, puesto que años después se supo que el
verdadero padre de Carla era el empresario Maurizio Remmert, un antiguo amante
de su madre.
La vida de toda la familia dio un vuelco en 1973, cuando el
patriarca decidió trasladarse a París para huir del peligro de las Brigadas
Rojas, que habían comenzado a extorsionar a los miembros de la alta burguesía
italiana con la amenaza de secuestrar a sus hijos. Valeria siempre vivió mal su
condición de niña rica –“Cuando eres rico, siempre hay una sensación de
vergüenza ante el sufrimiento”, opina- y probablemente debido a ese
“sentimiento de culpabilidad” que le acosa desde la infancia hizo que en el 2008
aprovechara su proximidad con Sarkozy para tratar de evitar la extradición a
Italia de una antigua terrorista de las Brigadas Rojas, Marina Petrella.
Ironías de la vida.
Valéria empezó estudiando teatro en la École des Amandiers,
de Nanterre (periferia oeste de París), con el recientemente desaparecido
Patrice Chéreau, que la dirigió después en tres películas y le dio en 1987 su
primer gran papel en “Hôtel de France”. Seis años después obtuvo el César a la
mejor esperanza femenina por “La gente normal no tiene nada de excepcional” de
Laurence Ferrara Barbosa. Desde mediados de los años ochenta hasta ahora, la
hermana mayor de Carla Bruni ha rodado como actriz una sesentena de películas a
las órdenes de los más prestigiosos realizadores franceses, como Claude
Chabrol, François Ozon, Claire Denis, Cédric Kaplish o Alain Tanner, y
extranjeros, como Steven Spielberg, Ridley Scott y Bernardo Bertolucci.
Los personajes de Valéria Bruni-Tedeschi acostumbran a ser
mujeres en crisis, atormentadas por dudas existenciales, frágiles o neuróticas.
Un poco como ella misma, que más que aspirar a la felicidad busca
desesperadamente la serenidad, y que trata de encontrar respuestas en la fe –se
confiesa católica- y en el psicoanálisis. Además de en el cine. Sin demasiado
resultado, como ella misma ha confesado: “El trabajo es una terapia, me da
serenidad, aunque no apacigua mis tormentos”.
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