"Esto no puede seguir
así”. Todo el mundo lo piensa. Muchos –cada vez más, incluso en el
Gobierno y en el Partido Socialista–, también lo dicen. Pero, encastillado en
el Elíseo, François Hollande, permanece impasible. Nadie sabe lo que piensa,
nadie sabe lo que trama. Ni sus más próximos consejeros. Detrás de su sonrisa
bonachona y su trato afable, el presidente francés es un misterio, incluso para
los suyos. Tan acostumbrado está a escuchar como a ocultar lo que opina, lo que
prepara. En medio de la tempestad que amenaza con hundir la nave, Hollande
espera. Sin que nadie sepa a ciencia cierta qué.
Durante un tiempo, esperó que la tormenta escampara
rápidamente. El Elíseo contaba con que la recuperación económica llegaría a la
zona euro –y por tanto a Francia– en el segundo semestre del 2013 y ello
permitiría invertir la curva del paro, hasta ahora en ascenso. Sin embargo, la
realidad ha sido mucho peor. El crecimiento se anuncia crónicamente débil para
los próximos años y el paro va camino de alcanzar el 11%. Los cierres de
empresas y los planes de reducción de empleo se suceden con implacable
regularidad, mientras el descontento y la irritación se extienden por
diferentes sectores sociales a causa de la elevada presión fiscal. Hay en
Francia una auténtica exasperación contra los impuestos, de la que la revuelta
de los “gorros rojos” en la Bretaña es sólo el exponente más visible.
Pero las dificultades económicas, por grandes que sean, no
bastan para explicar la desafección de los franceses hacia su presidente. No
hay en toda la historia de la V República un solo presidente, ni siquiera el
controvertido Nicolas Sarkozy, que haya llegado tan bajo en la valoración de
los ciudadanos (25%) ni tan rápidamente. Dieciocho meses después de llegar al
Elíseo, los analistas se preguntan si Hollande ha tocado fondo, o aún no...
El principal problema del presidente francés es la imagen
que proyecta. Salvo en el caso de la guerra de Mali, Hollande no ha logrado
transmitir la sensación de autoridad que los franceses esperan del jefe del
Estado. Los ciudadanos le ven dubitativo, poco firme, demasiado predispuesto a
las componendas y los apaños. El episodio de la niña rom expulsada
a Kosovo con su familia, Leonarda, a quien el presidente ofreció volver a
Francia pero sola, resume en sí mismo todos los males del hollandismo: improvisación, medias tintas, estrategia de
comunicación fallida... Y la sempiterna falta de autoridad: la intervención de
Leonarda por televisión contestando y enmendando la plana al presidente de la
República fue devastadora.
En este contexto, las elecciones municipales del mes de
marzo y las europeas del mes de mayo se anuncian catastróficas para el PS
–cuyos miembros andan con el ánimo por los suelos–, mientras que podrían
catapultar al Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen, al que algunos sondeos le
otorgan unas expectativas de voto de hasta el 25%.
Entonces, ¿qué hacer para salir de este callejón sin salida?
Ante la incertidumbre, los miembros de la mayoría especulan sobre cuál puede
ser la vía de escape: una remodelación del Gobierno y/o un cambio de primer
ministro –antes o después de las elecciones de la primavera–, sin descartar una
disolución de la Asamblea Nacional y la convocatoria de elecciones legislativas
anticipadas. Lo que el diputado socialista Thierry Mandon ha comparado con el
“botón nuclear”.
La disolución, que reclama a coro la oposición –desde el
centro a la extrema derecha– y que ha sido puesta sobre la mesa como una opción
a considerar por el exprimer ministro Jean-Pierre Raffarin, es una idea que
corre también entre los bancos socialistas. Naturalmente, se trataría de una
medida extrema que comportaría una enorme deflagración política, pues sólo un
milagro –impensable– podría evitar un cambio de mayoría. Los socialistas
tendrían la derrota asegurada.
Pero... ¿y Hollande? Los partidarios de la guerra atómica
apuntan que con el Gobierno en manos de la UMP, el presidente haría un regalo
envenenado a la derecha –obligada a lidiar con la crisis y las medidas
impopulares, y empujada a una guerra interna por el liderazgo entre Nicolas
Sarkozy, François Fillon y Jean-François Copé–, y él mismo se colocaría como
recambio cara a las elecciones presidenciales del 2017. Quienes así razonan
recuerdan que las cohabitaciones ya beneficiaron en su día a François
Mitterrand y Jacques Chirac...
Pero nadie sabe lo que piensa la esfinge, que sigue
avanzando hacia el precipicio. En un símil chocante, Laurent Joffrin comparaba
esta semana a Hollande con el trágico rey Luis XVI, un hombre contemporizador e
inteligente, pero incapaz de ver lo que se le venía encima. “Demasiado
confiado, Luis XVI caminaba hacia la guillotina –escribía el director de Le Nouvel Observateur–. En la Francia de hoy, la
guillotina es electoral (...) Demasiado optimista, el presidente va directo”.
La extrema izquierda francesa prepara su propia revuelta
fiscal
Los primeros
fueron los empresarios, los propietarios de start-ups,
que reunidos bajo la apelación de Pigeons (palomos)
forzaron al Gobierno francés a dar su primera marcha atrás en materia fiscal y
enmendar profundamente su proyecto de tasar las plusvalías por la cesión de
empresas. Después han seguido otros: desde los agricultores bretones, quienes
–ataviados con gorros rojos que recuerdan la revuelta fiscal de Bretaña contra
Luis XIV en 1675– se oponen a la nueva “ecotasa” sobre el consumo de carburante
de los camiones, hasta los clubes de fútbol, que han convocado una jornada de huelga
el fin de semana del 30 de noviembre y 1 de diciembre en protesta por el
impuesto de solidaridad que grava con el 75% –a pagar por las empresas– los
salarios por encima del millón de euros. En esta marea de fondo contra el
aumento de los impuestos sólo faltaba la extrema izquierda. Ya no.
El líder del Partido de Izquierda, el exsocialista Jean-Luc
Mélenchon, quiere hacer también suya la bandera de la revuelta fiscal y ha
llamado a organizar una gran marcha de protesta hacia el Ministerio de
Economía, el mismo fin de semana de la huelga del fútbol, para rechazar el
aumento del IVA –del 7% al 10%– que debe entrar en vigor el próximo 1 de enero.
Mélenchon cuenta con el apoyo del Partido Comunista (PCF), su aliado en la
coalición Frente de Izquierda.
Mélenchon ha marcado distancias desde el principio con la
revuelta de los “gorros rojos” bretones, que considera un “movimiento de
patronos”, y hasta organizó –junto a algunos sindicatos– una manifestación
paralela en Bretaña para no mezclarse. Pero ha tomado buena nota del resultado
del movimiento, que ha conseguido –por ahora– que se suspenda la aplicación de
la ecotasa el 1 de enero, mientras se negocian las modalidades de su
aplicación. Recordando que los bretones han destruido algunos de los pórticos
instalados en las autopistas para controlar a los camiones que deben pagar la
ecotasa, el líder del Partido de Izquierda se propone “tumbar el pórtico del
Medef (patronal) que hay en Bercy (sede del Ministerio de Economía)”. Mélenchon
acusa a Gobierno de querer pagar con el IVA los 20.000 millones de
desgravaciones fiscales concedidos para la competitividad de las empresas.
Los “gorros rojos” protagonizaron ayer nuevos
enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, mientras que cinco pórticos de la
ecotasa fueron destruidos en diversos puntos fuera de
Bretaña.
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