Eran las 9.30 horas del
viernes 22 cuando el camarero de planta del hotel Lutetia, uno de los
históricos palaces de París, llamó a la puerta de la
habitación ocupada por Bernard y Georgette Cazes. Llevaba el desayuno, tal como
los huéspedes, ambos de 86 años, habían pedido la víspera. El matrimonio había
llegado el jueves, con una pequeña maleta, pasadas las siete de la tarde y ya
no había bajado a cenar. Habían reservado la habitación –a 266 euros– una
semana antes por internet para una noche. No necesitaban más.
Cuando, extrañado por la falta de respuesta, el camarero
abrió la puerta se encontró a la pareja tumbada en la cama, uno al lado del
otro, cogidos de la mano. Muertos. Ambos tenían la cabeza cubierta con una
bolsa de plástico. La habitación estaba pulcramente ordenada. Dos sobres
depositados sobre la cómoda, uno con una carta manuscrita dirigida a la familia
y otro mecanografiado destinado a la fiscalía, dejaban claramente a entender
que se trataba de un suicidio.
“Mis padres habían tomado esta decisión hace varias decenas
de años”, explicó el hijo mayor –el único hijo vivo de la pareja, puesto que el
segundo murió de accidente de coche en 1976 a los 21 años– al diario Le
Parisien, profundamente afectado. “Temían a la separación y a la
dependencia mucho más que a la muerte”, añadió, sin explicar nada más sobre la
enfermedad que amenazaba a su madre. Para los dos, pero especialmente para su
madre, el hotel Lutetia tenía un significado particular. Porque fue allí donde
Georgette se reencontró con su padre al final de la guerra tras cinco años de
cautiverio en Alemania.
“La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que
permitiría una muerte dulce. ¿Mi libertad no está
únicamente limitada por la de
los demás? ¿En nombre de qué derecho se impide a una persona sin cargas, en
regla con el fisco, que ha trabajado todos los años deseados y ha ejercido
después como voluntaria en servicios sociales, con qué derecho se la obliga a
prácticas crueles cuando quiere serenamente abandonar la vida?”, dejó escrito
Georgette en su carta al fiscal, en la que presenta una demanda por trabas a su
libertad. Más que un testamento, su misiva es un gesto de reivindicación. Un
alegato.
Residentes en Issy-les-Molineaux, una población al sur de
París, Bernard y Georgette Cazes –de soltera, Beros– se habían conocido en
Burdeos, cuando estudiaban, y en sesenta años nunca más se separaron.
Economista, Bernard fue jefe de estudios en el Comisariado del Plan y autor de
varias obras económicas, antes de jubilarse y pasar a colaborar regularmente
con la revista La Quinzaine littéraire. Su mujer,
profesora de letras y de latín, había escrito también varios libros y manuales,
y en el último tramo de su vida se dedicaba a colaborar con organizaciones
sociales.
Ambos se han ido como Les amants d’un
jour que cantó Edith Piaff: “Cogiéndose de la mano, los ojos
cerrados, hacia otras mañanas llenas de sol”.
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