miércoles, 27 de noviembre de 2013

Los viejos amantes del hotel Lutetia

Eran las 9.30 horas del viernes 22 cuando el camarero de planta del hotel Lutetia, uno de los históricos palaces de París, llamó a la puerta de la habitación ocupada por Bernard y Georgette Cazes. Llevaba el desayuno, tal como los huéspedes, ambos de 86 años, habían pedido la víspera. El matrimonio había llegado el jueves, con una pequeña maleta, pasadas las siete de la tarde y ya no había bajado a cenar. Habían reservado la habitación –a 266 euros– una semana antes por internet para una noche. No necesitaban más.

Cuando, extrañado por la falta de respuesta, el camarero abrió la puerta se encontró a la pareja tumbada en la cama, uno al lado del otro, cogidos de la mano. Muertos. Ambos tenían la cabeza cubierta con una bolsa de plástico. La habitación estaba pulcramente ordenada. Dos sobres depositados sobre la cómoda, uno con una carta manuscrita dirigida a la familia y otro mecanografiado destinado a la fiscalía, dejaban claramente a entender que se trataba de un suicidio.

“Mis padres habían tomado esta decisión hace varias decenas de años”, explicó el hijo mayor –el único hijo vivo de la pareja, puesto que el segundo murió de accidente de coche en 1976 a los 21 años– al diario Le Parisien, profundamente afectado. “Temían a la separación y a la dependencia mucho más que a la muerte”, añadió, sin explicar nada más sobre la enfermedad que amenazaba a su madre. Para los dos, pero especialmente para su madre, el hotel Lutetia tenía un significado particular. Porque fue allí donde Georgette se reencontró con su padre al final de la guerra tras cinco años de cautiverio en Alemania.

“La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permitiría una muerte dulce. ¿Mi libertad no está 
únicamente limitada por la de los demás? ¿En nombre de qué derecho se impide a una persona sin cargas, en regla con el fisco, que ha trabajado todos los años deseados y ha ejercido después como voluntaria en servicios sociales, con qué derecho se la obliga a prácticas crueles cuando quiere serenamente abandonar la vida?”, dejó escrito Georgette en su carta al fiscal, en la que presenta una demanda por trabas a su libertad. Más que un testamento, su misiva es un gesto de reivindicación. Un alegato.

Residentes en Issy-les-Molineaux, una población al sur de París, Bernard y Georgette Cazes –de soltera, Beros– se habían conocido en Burdeos, cuando estudiaban, y en sesenta años nunca más se separaron. Economista, Bernard fue jefe de estudios en el Comisariado del Plan y autor de varias obras económicas, antes de jubilarse y pasar a colaborar regularmente con la revista La Quinzaine littéraire. Su mujer, profesora de letras y de latín, había escrito también varios libros y manuales, y en el último tramo de su vida se dedicaba a colaborar con organizaciones sociales.

Ambos se han ido como Les amants d’un jour que cantó Edith Piaff: “Cogiéndose de la mano, los ojos cerrados, hacia otras mañanas llenas de sol”.


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