Los extranjeros
vuelven a estar en el centro del debate en Francia. Es una tendencia vieja.
Cuando las cosas van mal dadas, como ahora –las empresas siguen cerrando y el
paro, subiendo–, y las urnas se dibujan en el horizonte –habrá elecciones
municipales y europeas la próxima primavera–, la cuestión de la inmigración
vuelve al primer plano de la discusión política, poniendo en evidencia los
fantasmas que atormentan a la sociedad francesa.
En la primavera del 2005, en vísperas del referéndum sobre
el proyecto de Constitución Europea, el debate giró en gran medida en torno a
la figura del “fontanero polaco”, un espantajo hábilmente agitado por los
antieuropeístas para alertar de una eventual llegada masiva de trabajadores
procedentes del Este de Europa a causa de las nuevas directivas de la UE. El
éxito de la maniobra puso en evidencia el anclado temor de los franceses a que
una inmigración descontrolada pueda poner en peligro sus empleos y, más allá,
sus valores y su propio modo de vida. El miedo a los extranjeros, expresado en
los últimos años especialmente ante el crecimiento del islam –del que hay en
Francia unos seis millones de fieles–, viene de lejos y reaparece en las
proximidades de cada convocatoria electoral.
La inflamada polémica sobre los roms –los gitanos procedentes de Rumanía y Bulgaria– y el caso Leonarda han
explotado justamente –y amenazan con volver a resurgir– ante la cercanía de las
elecciones municipales del próximo mes de marzo y las europeas del mes de mayo,
en las que el Frente Nacional (FN) de Marine Le Pen, con su discurso en favor
de la denominada “preferencia nacional”, tiene posibilidades de dar la
campanada electoral.
La derecha, empeñada desde la época de Nicolas Sarkozy en
plantear batalla en el terreno ideológico de la extrema derecha, ya ha decidido
empujar de nuevo el debate hacia este terreno, al colocar el endurecimiento de
la legislación sobre inmigración como uno de los ejes –junto al empleo,
naturalmente– de su campaña electoral. Que Sarkozy perdiera, pese a ello, las
elecciones presidenciales del 2012 no parece haber hecho mella alguna.
La señal la dió días atrás el presidente de la Unión por un
Movimiento Popular (UMP), Jean-François Copé, al proponer la revisión del
principio del “derecho de suelo”, por el cual los niños nacidos en Francia de
padres extranjeros reciben automáticamente la nacionalidad francesa cuando
cumplen los 18 años –si siguen en el país a esa edad y han residido al menos
cinco años desde los 11–. La propuesta de Copé, adalid de la “derecha desacomplejada”,
consiste en sustraer este derecho a los hijos de extranjeros en situación
irregular. Pero su principal rival en la UMP cara a las presidenciales, el
exprimer ministro François Fillon –que pasa por ser un hombre más moderado–, va
más allá, al proponer la supresión total de este derecho automático. La
adopción de una iniciativa de este tipo –que el número dos del FN, Louis
Alliot, se ha apresurado a celebrar como un triunfo propio– no pasará, sin
embargo, sin tensiones en el seno de la propia UMP, algunos de cuyos
dirigentes, como el también exprimer ministro Alain Juppé, la juzgan
inaceptable.
Las mayores divisiones y tensiones amenazan, con todo, al
Partido Socialista (PS), que a falta de una doctrina clara sobre inmigración
oscila entre su corazón de izquierdas y la razón práctica. El caso Leonarda –la
niña rom expulsada con su familia a Kosovo– ha
exacerbado esta contradicción, enfrentando al ala izquierda del partido –y no
sólo al ala izquierda– con el ministro del Interior, Manuel Valls, defensor de
una línea de firmeza que algunos asimilan al sarkozysmo.
“Francia no puede acoger toda la miseria del mundo”, dijo ya
en los años ochenta el entonces primer ministro socialista Michel Rocard. Y
Manuel Valls, cuyos orígenes políticos son rocardianos, tiene muy anclada la
convicción –reafirmada en su etapa como alcalde de Evry, en la banlieue sur de París– de que la inmigración debe ser
estrictamente controlada. Lo contrario, a su juicio, abriría la puerta a fuertes
tensiones sociales. Y también a un aumento de la ultraderecha.
La izquierda y las asociaciones de defensa de los
inmigrantes se sienten traicionadas por el PS y amenazan con acrecentar su
presión por un cambio de política. Pero el presidente François Hollande sabe
que necesita a Valls. Al menos hasta las elecciones.
Integración por la asimilación
Valls levantó una polémica al poner en duda la capacidad de
integración de los roms. Pero, al hacerlo, no hizo más que inscribirse en la
tradición francesa que identifica integración con asimilación, y que reclama a
los extranjeros que adopten los valores y el modo de vida franceses.
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