"La ausencia de una
iniciativa fuerte por parte de Francia nos apena y nos duele. Habíamos
puesto muchas esperanzas en François Hollande...”. La constatación –casi un
lamento– realizada por el presidente de la Autoridad griega de los Mercados
Financieros, Kostas Botopoulos, al semanario Le Nouvel
Observateur lo dice todo. La queja podrían suscribirla igualmente
los españoles, los portugueses o los italianos...
La elección de Hollande como presidente de la República,
hace un año, suscitó grandes esperanzas en la Europa del Sur, la más castigada
por la férrea política de austeridad impuesta al alimón por la canciller
alemana, Angela Merkel, y el anterior inquilino del Elíseo, Nicolas Sarkozy. El
nuevo presidente prometió acabar con el imperio de Merkozy –lo que ha cumplido– y forzar un viraje en la política europea. Lo cual no se
ha producido.
Merkozy era un monstruo con dos
cabezas. La primera, la más evidente y antipática, era la del diktat franco-alemán: los dos padres fundadores de la
Europa unida, las dos grandes potencias continentales, imponiendo a todos los
demás lo que había que hacer, cómo y cúando. La segunda cabeza, menos visible,
escondía en realidad una relación desequilibrada en la que Francia adoptaba el
papel de socio subalterno. Como ha ilustrado con preclara ironía el periodista
François Lenglet, de France 2, Nicolas Sarkozy asumía en la pareja la función
de “director adjunto de la Europa del Norte”, si no la de “ director de
comunicación de la canciller, con función de traductor”.
En doce meses, Hollande ha cortado la primera cabeza, pero
no la segunda. Con el presidente socialista, Francia sigue adoptando el mismo
papel subalterno, pero en peor. Porque su capacidad de influencia sobre Berlín
ha disminuido considerablemente. La estrategia de la “tensión amistosa” puesta
en práctica por Hollande acaso contente al ala izquierdista y vagamente
euroescéptica de su partido, pero ha dejado a Angela Merkel como única dueña y
señora del escenario.
El único y –como el tiempo ha demostrado– pírrico triunfo
del presidente francés fue el alumbramiento del Pacto por el Crecimiento, que
había puesto como condición para ratificar el tratado de disciplina
presupuestaria pactado por Sarkozy. Celebrado por todo el mundo como un gran
avance, lo cierto es que el acuerdo –ya bastante engañoso, por cuanto incluía
programas comunitarios ya previstos– ha quedado en papel mojado. Sobre todo
después del recorte presupuestario impuesto en la UE por alemanes y británicos,
ante la impotencia de los franceses.
Hollande “hace un análisis muy pesimista de la relación de
fuerza con Alemania, se bate enseguida en retirada”, constataba recientemente
en Le Monde el eurodiputado franco-alemán Daniel
Cohn-Bendit, quien echa en falta en el presidente francés una actitud como la
del primer ministro británico, David Cameron, pero en clave europeísta: “Si se
atreviera, podría conseguir más cosas de Angela Merkel”, concluía.
El problema, para Francia pero sobre todo para Europa
entera, es que si Hollande no se atreve a más es porque sabe que no es capaz de
tomar la mano que le tiende Berlín. Para avanzar en la solidaridad europea que
el presidente francés reclama, Alemania pone una condición fundamental: avanzar
previamente, y de forma decidida en una construcción federal de Europa, con
importantes cesiones de soberanía. Y a eso, Hollande –¡que se formó
políticamente junto a Jacques Delors!– no se atreve a jugar.
Mali: éxiito militar, incertitud política
Entre las pocas acciones de Hollande rubricadas con el
aplauso general está la intervención en Mali para acabar con la ofensiva de los
grupos terroristas que amenazaban con tomar el poder y crear un nuevo
Afganistán a las puertas de Europa. Pero el éxito militar no ha tenido
continuidad, por ahora, en el terreno político, donde la situación está
estancada.
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